ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Obra El beso, de Francesco Hayez, Italia, 1859.

Besos hay muchos, pero el más famoso lo pintó un austríaco.  En Viena, El Beso, de Gustav Klimt, lo ocupa todo, desde vidrieras, carteles, calendarios, servilletas, hasta la manera en que los amantes juegan a enfriarse. Toda Viena es un beso nocturno que recorre también el día. Nictémero recurrente de tantas otras aspirantes a iguales de famosas.

El origen de toda despedida detrás de un beso quizá esté en Il Bacio, de Francesco Hayez, y el sutil esconder de lo político detrás del acto. El pie en la escalera invocando la necesidad de la partida, y el uniforme a la militancia del que parte.  El cuadro, pintado en plena efervescencia de la reunificación italiana, debía eludir la represión al nacionalismo que venía desde el imperio austro-húngaro.

 Hay un poco de los seguidores de Giuseppe Garibaldi en la figura masculina vestida de rojo. Para el momento del cuadro, ya Giuseppe regresaba de Nuestra América, donde su grupo de voluntarios italianos, los Camisas Rojas, combatieron en Uruguay bajo la bandera negra, representando el dolor de una Italia subsumida, y un volcán en el centro anunciando la batalla que vendría por la pospuesta independencia. El mismo año del cuadro, 1859, se formó el cuerpo de los Cazadores de los Alpes, con el héroe de dos mundos, Garibaldi, a la cabeza, ya para entonces referente indiscutible de los patriotas. De todo eso hay detrás de un beso, lo que apunta a que nunca subestimes un ósculo que anuncia una partida a la batalla.

En el cuadro de Klimt, el hombre toma la cabeza femenina del mismo modo que lo hace en el cuadro de Hayez. Klimt era un alborotador no solo de las buenas costumbres, sino también de las malas. En eso estriba la persistencia revoltosa de su arte. En toda época hay mentecatos. Es asombrosa su capacidad de sobrevivir debajo de cualquier piedra llena de hongos, la época de Klimt fue especialmente fértil de cercenadores de lo nuevo. Tildado, por los de siempre, de obsceno, sin embargo, todo en su obra era erotismo, y en no pocas ocasiones, el erotismo se define por su arte.

Más angustioso fue Munch, cuyas tormentas de locura lo hacían gritar el silencio de su incomprensión. En El Beso, de Munch, es la mujer quien agarra a la figura masculina. A diferencia de intentos anteriores del pintor, en este, las figuras abrazadas hacen centro.

¿Cuánto de El Beso, de Klimt hay en El Abrazo Número IV, de Matisse? El tema es el mismo; la realización, todo lo contrario. Beso y abrazo invocan una despedida, tan solo por el hecho de que, después de sublimar los cuerpos, siempre queda, por unos instantes, el vacío opaco del silencio. Pintado en la misma ciudad que vio nacer a Garibaldi, el cuadro respondía a la obsesión minimalista Matisse: «una simple línea en un fondo completamente negro. Una simple línea sin sombra». Pero, ¿quién ha podido resumir, como él, en una sencilla línea, todo el silencio de un abrazo, de un beso?

Hurgando en el azul como Matisse, Marc Chagall tuvo su propia visión de un beso. Los amantes azules, algunos lo ven como renunciando a la perspectiva para atreverse a la prohibida sexualidad homoerótica. Ella le toma el rostro con una mano enguantada para besarla, mientras la mirada fija en el indiscreto que observa el cuadro se pierde un tanto más en la dureza de la sombra. No queda claro que quien recibe el beso haya hecho las paces con sus emociones. Todo en Chagall era onírico, pero aquí el sueño aterriza más, cuanto más real es el beso que describe.

El beso de Tamara de Lempicka es hipnóticamente decadente y frívolo. Apenas hay cuerpos, solo los rostros agarran la atención del espectador. El superior, del hombre, con ese cubismo tan lejos de los cubistas. Con el bombín del aristócrata, la vida que ella conocía y cultivaba, no queda claro si el acto se halla encerrado dentro de un auto. El rostro de abajo, la mujer, ya no es cubista sino más bien evoca la femme fatale que reafirma la forma curva de una mano sin dedos echada a los hombros del amante, esta otra, invoca lo prohibido del adulterio o lo tarifado en unos labios carmesí.

Detrás de cada beso hay una historia. Si de adulterio se trata, aquel que Dante recoge entre Francesca y Paolo, el hermano menor del esposo de la primera, fue inmortalizado por Rodin, en El Beso. Escultura de muchas versiones, la primera de mármol, languidecida por una década en el estudio del escultor, fue exhibida por primera vez en 1898. Los amantes desnudos contrastan con el excesivo vestir de aquellos de Klimt. La segunda, comisionada por Edward Perry, al no caberle en la casa terminó ubicándola en los cobertizos. En realidad, según los chismes de la época, el anticuario bosnio estaba inconforme con la obra por el tamaño de los genitales masculinos, cuya falta de acabado iban en contra de lo que él había solicitado. Pequeños o no, la obra, exhibida en un salón del ayuntamiento de Lewes, fue tapada por temor a que los soldados, durante la Primera Guerra Mundial, se alebrestaran con su presencia en el salón, tornado lugar de recreo del ejército británico. Hoy El Beso, de Rodin, es epítome de amor.

Y claro está, El Beso de Alfredo Sosabravo, nuestro, cinético, cibernético, lúdico. Sin prólogo ni epílogo, tampoco con posdata. Solo un beso directo, como se entrega un mensaje, instrumentalizado, como se navega, como se dirige.

COMENTAR
  • Mostrar respeto a los criterios en sus comentarios.

  • No ofender, ni usar frases vulgares y/o palabras obscenas.

  • Nos reservaremos el derecho de moderar aquellos comentarios que no cumplan con las reglas de uso.