ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Fotograma de la serie El silencio

Ningún comienzo más efectista que el de El silencio. Una muchacha transita de noche por una calle de una ciudad presumiblemente vasca cuando, de pronto, ve caer de lo alto de un edificio dos cuerpos, mujer y hombre. Del estrépito inicial, el foco pasa de inmediato a la escena del crimen: el hijo de las víctimas, descalzo sobre vidrios escachados, busca a su hermana menor hasta que la encuentra al borde de una cama y la arropa.

En lo adelante, seis capítulos para corroborar si Sergio es o no el adolescente sicópata parricida, condenado por sus actos. Cambio de ritmo en la narración; cuando la trama parece avanzar se detiene, lo peor, da la sensación de una serpiente que se muerde la cola. Las críticas no faltan: desde quien devalúa la altura del drama sicológico en tanto se desvanece a medida que pasan los capítulos, hasta quien califica la serie como una especie de Show de Truman con asesinos y mucho y retorcido morbo.

Estamos ante una producción de la compañía española Alea Media que levantó justificadas expectativas –evidentemente no cumplidas– cuando llegó a la plataforma Netflix en mayo pasado. De modo que a los televidentes cubanos llegó fresca este verano.

A favor de la serie figuraba su autoría: Aitor Gabilondo. En tiempos recientes hemos apreciado creaciones suyas de probado gancho y solvencia dramática, como Vivir sin permiso, acerca de los conflictos y declive de un feudo del narcotráfico en las riadas gallegas, y Entrevías, sobre la resistencia de los moradores de un barrio de la periferia madrileña a los embates de la delincuencia y la erosión de valores en el seno de la comunidad. En ambas producciones destacaron las actuaciones de José Coronado y Luis Zahera.

Un Gabilondo muy distante de aquel es el que se enreda con las pretensiones sicodramáticas de El silencio, título, por cierto, que apenas se sostiene cuando el protagonista –eso sí, de pocas palabras– decide abandonar su mutismo.  

El montaje de un aparataje a lo Gran Hermano para intentar develar qué llevó a Sergio a matar a sus padres –cámaras ocultas, violación absoluta de la privacidad– no es más que un perverso encubrimiento para pasar de contrabando y a destiempo una matriz lombrosiana. Al joven hay que seguirlo, desmontarlo, desmembrarlo mentalmente, y para ello se presta una sicóloga que padece una rara y perturbadora enfermedad: la hibristofilia, atracción sexual por los criminales. Todo viene y va por ese filón, el duelo entre Sergio y Ana, aderezado con otros personajes que no acaban de cuajar y situaciones desperdiciadas.

El último capítulo nos tiende una trampa que pronto se deshace: es un homicida convicto y confeso por muchos giros imprevistos que se nos quiera presentar. Pero como para no variar: la secuencia final insiste en la duda: ¿quién se lanza al vacío? ¿O será mejor decir quiénes? Un espectador abrumado por tanto tiempo perdido dirá: Aitor Gabilondo.

COMENTAR
  • Mostrar respeto a los criterios en sus comentarios.

  • No ofender, ni usar frases vulgares y/o palabras obscenas.

  • Nos reservaremos el derecho de moderar aquellos comentarios que no cumplan con las reglas de uso.