Hay tres sitios donde mayormente se reúnen los libros: las librerías, las casas y las bibliotecas. En las librerías se exhiben y son las reseñas, o con suerte un eficaz librero, los que de ellos nos dan pistas de lo que guardan dentro. A las casas han ido a parar los que fueron heredados o adquiridos, elegidos por un lector que los quiso para sí. En la biblioteca conviven todos: los que no están en venta, los que nadie consiguió, los que quisieron tenerse y se agotaron antes, los que tal vez, sin que lo sepamos, por muchos años nos esperen. Nada son ellos allí sin esos seres que saben cómo hallarlos y ponerlos en apenas segundos ante el usuario, que llega esperanzado al recinto para dar por fin con el libro deseado.
Para ser bibliotecario –una profesión que celebra hoy su día, en honor al natalicio del Padre de la Bibliografía Cubana, Antonio Bachiller y Morales– se requiere de una alta vocación y una particular nobleza. El especialista tiene a su cuidado esa creación humana cuya fragilidad sufre el paso del tiempo, la mano descuidada y la presencia en su cuerpo de papel de entes naturales que pueden destruirlo. Vela también por el modo en que se usa, si es en presencia suya, y por la calidad de la devolución del libro prestado. Debe conocer los surcos del saber de cada título y los posibles vínculos con otros que puedan, al final, conseguir para el visitante la información requerida.
Su rostro se le ilumina si se llenan las mesas, si alguna colita que espera por su atención le avisa que importa el conocimiento. Un mal sabor le dejará el día en que lo haya pasado a solas, sin haber podido brindar su servicio, que es alimentar un alma, y ofrecerse.
Guardo recuerdos iluminados de no pocas bibliotecas. El impacto inolvidable de las enclavadas en humildes escuelas donde pueden hallarse, por más que nos cueste creerlo, verdaderos y ocultos tesoros; las de centros de Altos Estudios, en las que el cuidado y control extremos hacen posible que ejemplares casi extintos puedan ser consultados y se esparza su contenido; la de un centro laboral en la que, por la hidalguía quijotesca de Yolanda, era espacio de estudio, pero también de sanación del ánimo; la emoción indescriptible de escuchar a mi padre, compartiendo con la estudiante adolescente, contenidos de ciencia, en las enormes mesas de la Biblioteca Nacional José Martí.
No concibo a un bibliotecario con malas formas, molesto ante la petición insistente, indispuesto para servir. De hecho, con esos rasgos, no los conozco. Buenos ejemplos sobran. No podré jamás hablar de estos seres sin pensar en la arrulladora dulzura de Araceli, nuestra reconocida bibliógrafa; o recordar aquel relato de Renée Méndez Capote, que recrea el conmovedor hecho protagonizado por Carlos Villanueva Llamas, el trabajador que no abandonó la biblioteca, ubicada entonces en el Castillo de la Fuerza, mar delante, cuando el ciclón del 44 azotó La Habana. Si se iba, ¿quién pondría a salvo los libros?
Hay hoy muchos libros que salvar del ciclón del olvido, y mucho que sonreír frente a los otros para contribuir a que la lectura purifique y robustezca la espiritualidad de nuestra gente.
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