ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Obra El ángel caído, de Alexandre Cabanel.

De las batallas épicas que nunca ocurrieron quizá la más dramática es aquella que, como resultado de la victoria del arcángel Miguel, Lucifer y su grupo de rebeldes son expulsados del paraíso. Alexandre Cabanel recoge el momento tremendo en su cuadro El ángel caído, donde un desterrado Lucifer se tapa el rostro, mientras al fondo unos ángeles celebran la aparente victoria en el cielo. La extraordinaria mirada del ángel caído resume la tormenta de sentimientos que lo sacuden, y una lágrima a punto de caer resume el momento. Sin embargo, en el desafío del lenguaje corporal, la musculatura toda del cuerpo desnudo, y el propio rostro desafiante, con ira contenida, atestiguan que la última palabra no está dicha. A esa impresión contribuye que la mano que cubre el rostro termine en un agarre firme con la otra mano cerrando un círculo.

Cabanel originalmente iba a nombrar la obra como el poema épico de Milton, El paraíso perdido; así aparece en algunos bocetos y estudios que se conservan. En uno de ellos, Lucifer está en un movimiento enérgico, nada que ver con la pose final en el cuadro, con el brazo derecho alzado y la mano en forma de garra, mientras es el izquierdo el que se levanta poco más abajo del rostro. Todo en ello es determinación. Me detengo en el boceto, por supuesto menos conocido que la obra final, porque en él, la imagen del guerrero queda más explícita, y la belleza viril del rostro puede bien interpretarse ajena a la maldad que se le ha señalado a la cara en la obra final.

¿Qué condujo a Lucifer a dar batalla? Al margen de la historia oficial, es una pregunta que, metafóricamente, me da vueltas, mientras veo el cuadro. ¿Qué condujo a ese hombre a rebelarse de un estado de cosas que se presentaba como paradisíaco? Para mayor cábala, la obra es de 1868, uno de los años a todos los efectos históricos, más definitorios de Cuba y de América Latina, cuando otro patricio, igual en situación aparente de holgura, decidió rebelarse contra un reinado.

El silencio es cosa dura cuando se tiene algo que decir contra los poderes hegemónicos de los menos, que subyugan a los más. Y hablar es un acto de todo el cuerpo y no solo de la boca. A la infamia de la esclavitud, Céspedes tenía muchas cosas que reclamarle y lo hizo, sin miedo a la derrota, como ese príncipe que no se conformó con la batalla perdida.

Desde que la sociedad se dividió en clases, y aquella de las minorías impuso su asimetría sobre los otros, controlar el silencio es la primera arma con la que intentan neutralizar la rebeldía de los muchos. Y en ello, no se pone reparo en acudir a los métodos más extremos.

«Pon tu atención a esta maravillosa invención de cuatro dientes: dos en cada lado. Una banda de cuero, ubicada a través de los aros, muerde en el cuello del hombre, apuntando su vista en la dirección de su falsa religión. Dicho de manera sencilla es un hereje. Sus labios tiemblan y sus ojos se mojan cuando los dos dientes afilados punzan su barbilla, y los otros dos su esternón». Así se describe en el museo de la tortura el terrible instrumento que terminó conociéndose como el tenedor del hereje.

Merecían el abominable castigo aquellos que se atrevieran a cuestionar el dogma prevaleciente, y para reafirmar el propósito, en muchos casos, en el cuero se gravaban las palabras «recanto», renuncio. Describen algunos que el instrumento obligaba al torturado a mirar el cielo en busca de arrepentimiento mientras no podía hablar, a riesgo de que los pinchos le hirieran la garganta. El infame esfuerzo que ha puesto, en todos los tiempos, la tiranía de los pocos para garantizar el silencio de los herejes, potenciales líderes de los muchos.

Contrario a lo que se dice, los corderos balan cuando van camino al matadero. Presienten que el olor que les llega, untado en el hierro del transporte, trae la muerte. La muerte no es un silbido que te perderás si eres el escogido; puede ser el llanto intuitivo de quien la tiene cerca pero aún se agarra de la ignorancia. Como si se descubriese en la descripción de un crucigrama, pero se resiste a escribir la palabra. Aquellos que hicieron silencio de vergüenza, mientras hubo testigos de la infamia, confunden su lastimoso balido con un grito de pendencias. Para Sartre, el balido de los jóvenes que, montados en los trenes, eran llevados a los campos de concentración y se recordaban entonces, amontonados en los vagones de carga, el no haber estado dispuestos a dar batalla, por creer que no había nada que defender de la Francia de entreguerra.

La muerte puede ser también el calco de un rostro. Me recuerdo de Pavese: «La muerte tiene una mirada para todos.\\ Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». La muerte puede ser cosa farragosa si cuando llega, miras atrás preguntándote si has vivido. Y entonces, otra vez el piamontés: será «como escuchar un labio cerrado.\\ Descendemos al remolino, mudos». Parece que después de todo, detrás de cada balido hay un cordero que calla.

A Cuba, desde hace 64 años le quieren imponer el silencio. Su voz de hereje desafía el dogma de los poderosos que controlan el mundo y, para mayor insolencia, cuando otros dijeron «renuncio», Cuba dijo «sigo adelante». ¿Será tal vez que somos hijos de todos los rebeldes, míticos y reales que nos han antecedido? Será que en nosotros el tenedor del hereje le fue arrebatado al enemigo y hoy, repujado con una consigna de victoria, lo llevamos en la frente, dispuestos a realizar otro intento de tomar el cielo por asalto.

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Aldo dijo:

1

13 de marzo de 2023

08:35:03


Bien escrito e ingenioso pero…creo que no es nada halagador hacer de la figura del diablo, por muy bella que sea la versión, un símil de la rebeldía del pueblo cubano.