«Yo no quería ser reina», escribió Teresa Melo, pero lo fue. Lo fue en y más allá, de «la Isla que tanto amó y defendió», como aseguró el Presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, al conocer de su vuelo hacia las estrellas, junto a las mariposas y los peces, al encuentro con ese sol en caída de «Las altas horas».
Su Santiago amaneció para reverenciar en la partida, a la niña que en el aula solía hacer de los cuadernos un poemario, a la muchacha que desafiaba el intenso calor por las calles empinadas, a la mujer de mirada intensa, a la que acunó al poeta «para calmar su llanto infantil su soledad sus terrenales miedos».
Refugio prematuro y eterno fue la Casa del Caribe (la suya). Es ahora el vórtice de los recuerdos, de lágrimas, de las flores que le fueran compañía inseparable, del encuentro de despedida sabiendo que jamás se irá, de esas ansias de verla para saber que era cierto, que en lo adelante su voz será la voz de todos.
Y el silencio es y será siempre su concierto: «Creo en ti, Cuba. Que escuchas e incluyes (…) Ay, gente, poetas, artistas, colores, voces y múltiples maneras… a veces hay que mirar un poco más allá del límite de la estatura propia, y saber decir: hay algo más grande que yo. Creo en ti, Cuba. Es mi elección».


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