
En 1938, René Magritte terminó El sabor de las lágrimas, una aguada hecha en paleta azul plomiza. Un paisaje de nublado cubre un campo monótono de hierbas, sacado de su homogeneidad por una casa de dos pisos, tejado a dos aguas de la que solo vemos la frontal con su chimenea, cinco ventanas y una puerta. Un pequeño puente de piedra une las dos orillas de un río, al borde de una de las cuales está la casa. En primer plano, un árbol cuyo follaje, en forma de hoja, se lo come el otoño representado por dos orugas gigantescas; y cubriendo todo el lienzo, el vacío de ser alguno, salvo los que habitando la casa, dejan conocer su presencia encendiendo las luces.
En una carta a André Breton, René le confesaría que estaba «tratando, por el momento, de descubrir qué hay en un árbol que pertenece específicamente a él, pero que fuese contraintuitivo a nuestro concepto de un árbol». La solución que halló fue representar al árbol como hoja que sale directamente de la tierra. Una vez hallado el descubrimiento, lo repetiría en más de una docena de obras posteriores. En cada una de ellas, la hoja nervuda recuerda demasiado a la del tabaco, trayéndonos una breve familiaridad con la imagen.
De cualquier manera, en el momento de pintarla, las nubes de la guerra se hacían demasiado evidentes en Europa. En todo caso, el árbol-hoja es una metáfora de uno mismo, inmóvil, condenado a ser engullido y sin capacidad de ir en busca de refugio, a pesar del puente que parece darte una posibilidad de escape hacia la casa de ventanas iluminadas.
Cinco años antes de indagar sobre las lágrimas, Magritte había despertado con un sueño de un cuarto con una jaula y un pájaro dentro de ella. La idea del pájaro se le fue desvaneciendo y un huevo descomunal, en el contexto del cuadro, lo había sustituido, creando lo que, a ojos de René, era un secreto poético, la Afinidad Electiva de la jaula y el huevo. Para mayor extrañeza, la jaula está sostenida desde un arco, aguantado por dos columnas, que hacen recordar –en su conjunto– las típicas cabeceras de algunas camas. Cubriendo todo el lienzo, el vacío de ser alguno, salvo el que se gesta dentro del huevo, aún prematuro para saber los crueles límites de la realidad en la que verá su nacimiento.
No sé dónde se llora más, dentro de una casa desolada de un universo abierto comido por orugas, o dentro de un huevo donde, ahogado, se presiente que el acto aparente de liberación te llevará a la terrible verdad ineludible de un universo cerrado en forma de cárcel que recuerda una cama.
A René, la idea de los dos cuadros le siguió dando vueltas en la cabeza por una década, lo que le hizo pintar, en 1948, otro El sabor de las lágrimas, en el cual la historia esencial de ambas pinturas parece haber sido fundida en una coronación temática.
La hoja ya no es un árbol, sino la textura visible de una paloma con la cabeza inclinada, en cuyo pecho verde, otra oruga la engulle mostrando daños al parecer irreparables. Tuvo que ocurrir una conflagración mundial de destrucción incomparable, para que el artista nos diera el desenlace de aquel huevo encarcelado, ya como paloma adulta, sin haber hallado salida al destino que más de una década atrás se prefiguraba. El mar de fondo, la tierra árida y la cortina roja, cierran la idea.
Habrá que descubrir qué nos condena al otoño. Habrá que descubrir dónde poner el huevo. Pero hay salvaciones que quizá se anuncian en los retoños, a los pies de la paloma-hoja. Mientras indaguemos, asumamos que «La angustia es el precio de ser uno mismo».
Por eso hay otras formas de encarar los sueños que no sea el anuncio del ocaso. Formas contrapunteadas como esa Luz de la Selva, donde Wifredo Lam nos hace del árbol-hoja, una hembra en celo con su rostro de luna y pisada ancha. Incógnita exuberante que, describiendo el drama de una isla, en esa misma época cuando a René lo consumían las orugas, se proponía ser caballo de Troya que trajera en el vientre un nuevo nacimiento.
La derrota no es posible para quien se niegue a que lo tape el invierno. Siempre habrá Junglas que expulsen al frío. Ese colectivo follaje de defensa que cuando cae uno, lo levantan.
Siempre nos queda la sencillez de nuestra humanidad. Por eso, repartirla generosos es lo que nos identifica. La solidaridad siempre es un ejercicio de sobrevivencia, y lo es más para quien la otorga, que para quien la recibe. Es una forma de reafirmar nuestro derecho a existir frente a la preponderancia hegemónica del egoísmo. Es nuestra forma de preñar al tiempo y de hacer de las orugas, mariposas.
Mientras más difíciles sean los tiempos, más necesitamos de la Revolución como poesía.












COMENTAR
Responder comentario