
¿Cuántos se han ido este año en un desfile terminable con el último día? ¿Cuántos nos llevaron? Ninguno. Porque nadie se los lleva. No hay un pedido que satisfacer ni otras mezquindades. Se van. Y todo el discurso de quedarse será para nosotros, no para ellos. La muerte es solo para los que quedan vivos. De eso se trata la maldita circunstancia, nada ambigua para el que muere, anfibológica para el que queda vivo.
Y entonces está la irreversibilidad del proceso para todos, para los vivos y para los muertos. Una vez muertos no hay marcha atrás ni aunque se esfuercen unos y otros. Toda muerte es un asunto sin retorno, ese punto que, rebasado, ya no acepta devoluciones.
Guillén lo explicó bien en esa obra inmensa que le dedicó a Jesús Menéndez, en la que describe con tanto tino la muerte del asesino y la vida del asesinado. Puede haber muchas traiciones, pero todas llevan en sí el signo de alguna muerte propia. «El vivo es el muerto, cuya persistencia mineral es apenas una caída anticipada, un adelanto lúgubre. El vivo es el muerto. Rojo de sangre ajena, habla sin voz y nadie le atiende ni le oye. El vivo es el muerto».
El que traiciona a los otros, traiciona su propia condición humana. Pobre de esos muertos por su vida sin sentido.
Y esa es su maldición, puede chillar histérico su presencia, puede agenciarse el coro de otros, quizá tan muertos como él, pero al final, el chillido agudo carece de portal y de terraza: no hay esperanza que cosechar en la apología de la infidelidad. Los demás hablarán del muerto un rato, le dedicarán algún pensamiento y, de cuando en vez, engrosará el anecdotario de una conversación, pero en el heroico diario nadie le atiende ni le oye. No hay persistencia en la traición, aunque sea mineral.
En contraste está el que trabaja y sueña, como Jesús, que después de caído se levanta y se mueve entre nosotros, como uno de nosotros. El vivo que a vivir no tuvo miedo y como premio, un paso más sube en la sombra. Y allá lo vemos en el surco arando o en la fábrica reparando o apagando incendios o abriendo puertas o tanteando sueños para entregárselos a otros en forma de canto. Todos salvando de la muerte a los demás –anónimos–, sin reclamar tribuna falsa, sin chillar, sin buscar la muerte por amar demasiado la vida.
Esa otra muerte, la fracasada, la que no ocurre, porque para estos casos, a todos nos toca mantener a alguien vivo, se trata de escoger bien, por la responsabilidad que entraña: «Un día pasaron preguntando a quién se debía avisar en caso de muerte, y la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos». En el más tremendo asunto, a quién se debe avisar en caso de muerte, para que no sea cierta, para que rebase la tesitura mineral que la realiza.
A eso mismo se refería Mercedes Sosa cada vez que cantaba esa canción telúrica de María Elena Walsh: Como la cigarra. Esa muerte que fracasa una y otra vez, pero que necesita del otro para la resurrección: Tantas veces te mataron / Tantas resucitarás / Tantas noches pasarás / Desesperando. / A la hora del naufragio / Y la de la oscuridad / Alguien te rescatará / Para ir cantando. Pónganle la voz de La Negra.
María Elena Walsh se hizo conocida en la Argentina de los 60 por sus canciones infantiles. La canción de la cigarra se publicó en su disco de 1973 como el quinto número de la cara a, y pasó más o menos desapercibida. Con el regreso de Perón al poder, a mitad de la década, la canción comenzó a volverse un himno. En 1978, ya en dictadura, Mercedes Sosa la graba para el álbum Serenata para la tierra de uno. La canción tuvo que ser eliminada del disco, censurada.
Otro con una versión –igual de sacudidora– de la misma canción es León Gieco, ese ser humano demasiado hermoso para ser mortal. León Gieco es aquel de Solo le pido a Dios, y otras tantas conmovedoras, y es el autor de Carito. Pocos pueden hacer de lo provincial un poema a la universalidad.
Tal vez le pedimos demasiado a la muerte cuando queremos que sea preámbulo de muchas vidas, cuando quisiéramos que fuera el prólogo de todas las vidas. Nadie tiene dudas del profundo contraste entre los que viven más allá de su muerte, y los que mueren por traicionar la vida. Con los primeros nos quedamos, porque antes que nosotros, otros ya se quedaron con ellos, esos se revisitan actualizados en cada ciclo esencial del ser colectivo. Ayer fueron, hoy han sido y mañana serán. Ese ser que habita un poco en cada uno porque él todo, no cabe en el cuerpo de un solo individuo. ¿A quién hay que avisarle cuando vuelva a morir, y la posibilidad real del hecho nos golpee a todos? Avísenle al pueblo, para que no muera.
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