
El misterio, en determinada dimensión, nos es necesario. Somos animales esencialmente racionales, pero solo esencialmente. La posibilidad de la explicación no puede agotar la maravilla del asombro. ¿Quién se atreve a negarnos el misterio sensorial del amanecer o de la música? Valga esa redundancia irracional de lo inasible.
Elis Regina no está para demostrarnos por qué ella es un misterio inaccesible al alcance de la mano. Pero como otras tantas cosas, no hace falta entenderla para saber que lo es. Hay una religión innombrable que tiene su nombre.
Elis es necesaria. Ella es hija de Brasil, pero es hija de Porto Alegre, ese lugar donde Brasil se une de otra manera a lo globalizado. Viniendo del sur brasileño, donde confluyen un grupo de culturas, con ingredientes más ausentes al norte, Elis trasciende el localismo para ser universo.
Elis ha pretendido dejar la ira al aire, porque la ira flotando no tiene de donde asirse. Pero el arte es no dejarla allí tanto, que el agotamiento de intentar sostenerse, infructuosamente, la desploma irremediablemente al suelo de la indiferencia. No quiere la abulia del pusilánime, tanto como no desea la bruta furia. Quiere la justa medida de cólera que la haga actuar en control de su raciocinio.
Quizá ese talento del equilibrio entre la ira y lo sensual no desemboca tan abierto como cuando interpreta Como nuestros padres. Compuesta por Antonio Carlos Belchior y ejecutada por primera vez por Elis, en 1976, para el álbum Falso brillante.
El compositor conoció a la cantante en casa de un amigo que estaba remodelando su casa, y le permitió al autor quedar por la suya, donde vio en el estudio a Elis, grabando una pieza de Vinicius de Moraes.
En un Brasil marcado por la dictadura militar que había derrotado en 1964 al gobierno de João Goulart, consecuencia indirecta del triunfo de la Revolución Cubana, la canción se volvió un himno generacional contra la represión militar de derecha. La canción comienza: «No quiero hablar / mi gran amor / las cosas que aprendí / en los discos / Quiero contarte como yo viví / y todo lo que aconteció conmigo», y entonces remata, al comienzo del próximo verso, con aquello de que «vivir es mejor que soñar». Vivir es mejor que soñar.
Marcada la letra por el pesimismo de un poder que aparentaba ser demasiado poderoso para ser vencido, Elis, sin embargo, lograba imprimirle, al cantarla, un aire de desafío que renunciaba a ser derrotado. Con una ira latente y una voz que parecía quebrarse afónica, el poder que Elis portaba se hacía imbatible. Así de tremendo.
Elis Regina estuvo a la vanguardia de una generación de talento extraordinario que le hizo frente al oprobio con su arte, renovador y hundido a la vez, en la raíz del Brasil profundo. En 1969 llamó a la junta que gobernaba al país como una camarilla de gorilas. Solo su tremenda ascendencia sobre el pueblo evitó su encarcelamiento.
Su actuación en 1979, en el festival de Montreux, hizo ver al mundo que la música brasileña era más que samba y carnavales.
El 19 de enero de 1982, su cuerpo sin vida fue hallado en su dormitorio, mientras los hijos jugaban fuera, esperando a que mamá despertara. La razón oficial de la muerte fue una sobredosis de drogas, mezcladas con tranquilizantes y alcohol. La autopsia de su muerte demoró en hacerse pública y no faltaron quienes, hasta el día de hoy, sostienen que la camarilla de gorilas tuvo que ver con su muerte.
Por ahí hay una foto del 7 de mayo de 1979, que muestra un Lula joven levantando el brazo tomado de Elis Regina, que había dado una actuación a los metalúrgicos en huelga. Un Lula desafiante, una Elis comprometida.
Confinado en una celda, con la soledad de saberse una multitud condensada, Lula, con sus más de 70 años, se negó a ser quebrado. Al salir de prisión, después de 580 días, en 2019, el líder brasileño, en la apertura del Congreso del Partido de los Trabajadores, envió a Cuba un recado: «Fidel es la persona más leal que he conocido». En 1989, Lula viajó a Cuba, después de perder como candidato en sus primeras elecciones, en las que solo había alcanzado el 10 % de los votos. Fidel le preguntó cuánto representaba el 10 %, y él le dijo que era un millón de votos. El Comandante entonces le dijo:
–Lula, no existe en la historia de la humanidad ningún metalúrgico que tuviera 1,1 millones de votos. Lula, que le había confesado a Fidel que pensaba abandonar la política, decidió seguir en la lucha.
«Nuestros ídolos aún son los mismos (…) Dices que después de ellos no aparecieron más ninguno», las estrofas que Belchior pretendió que fueran una confesión de impotencia, se vuelven una reafirmación de continuidad.
Hay un erotismo, cuya carga emotiva jamás podrá ser capturada por la reproducción mecánica del inmediato hedónico. Un erotismo que nace de cómo nos codificaron, pero lo trasciende a cómo sentimos desde el prójimo, es decir el próximo, a todos. Un erotismo que es un nacimiento, después de olores de muerte y donde como Fénix, recobramos alas. Un erotismo de buenos días y qué tranquila es la vida cuando se mira desde tu fuente. Tu fuente, tu fuente, ese lugar donde se quiebran todos mis cántaros. Un erotismo de convenio faustiano, donde, a contrapelo de la promesa eterna, quieres gritar a todo pecho: «¡Instante, detente, eres tan bello!».
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