Hay músicas que prefiguran maneras de hacer el amor, que por mucho que se reiteren, siempre se presentan vírgenes. Nunca te canses de hablar de Miles Davis. Hay tantas millas que recorrer en su música. Uno se pregunta, recordando a Nina Simone, qué circunstancias conducen a alguien a improvisar algo como lo que hizo Davis en Un ascensor para el cadalso. Me imagino que sea la trascendencia.
La música, encargo para la película del mismo nombre, se le pidió durante su primer viaje a Francia, primera vez además que viajaba fuera de EE. UU. Estando allá, se enamoró de una francesa que le voló los Pirineos para aterrizarlo en los Alpes. Tiempo después Miles confesaba que
caminaban tomados de las manos por la ribera del Sena, como si les perteneciera todo el tiempo del mundo. Si le hacemos caso a Cortázar, parece que París tiene ese efecto, o a Gershwin, o a Bogart: We will always have Paris.
Hay una zona de confort en la que Europa se anuncia como destino. Difícil de escapar de esa sensación cuando se recorren calles estrechas que no por viejas y previsibles dejan de sorprender fantasmas. Esos desarraigos son los más difíciles de llevar, porque bajo lluvia pertinaz o en días soleados, fríos incomprensibles o calores que no sudan, la extrañeza es una mezcla de presentes arropados en telas de añoranza. A veces, como un pasado que descansa en el futuro. Un llegar, un estar, para sentir que tu destino se cierra en el regreso.
«Mi fe, yo creo en ti, tú no te irás / Mi fe, ni un sin querer, ni un ya no estás / Fe, trota en la espuma de mis horas con tu andar. / Mira la lluvia como crece tu esbeltez y ahora no tengo ni una estrella en quien soñar». Alberto Tosca capturó esa idea y nos las entregó a través de Xiomara.
No todo regreso se realiza en clave de lo que fue. En realidad, para la mayoría, el reto es llegar de vuelta cargado de porvenires. Aunque no te hayas movido del mismo lugar, porque la añoranza es cosa del tiempo, no de geografías.
Pero París fagocita. La Ciudad de la Luz siempre ha buscado bombillas de otros lugares para mostrarlas como luz propia. Por eso, muchos de sus recuerdos esconden los de otras partes, pretendiendo hacerlos propios, como el tahúr que trae en la manga cartas que no habían sido expuestas. No negaremos el sortilegio que invocan ciertas canalladas cuando se hacen con elegancia. Pero tampoco por ello dejan de ser violencias colonizadoras.
Hemingway decía que tres ciudades copaban sus expectativas, una era París, la otra La Habana y la tercera, para lo que aquí indagamos, no importa. No tenemos el Sena, pero tenemos el Caribe. Una ciudad que se anunciaba refugio para las tormentas, mientras en ella se ensayaban nuevas fusiones de incontables saberes. Los musicales, me refiero a los musicales. Aunque de otros valdría la pena señalar aquel que confluyó la racionalidad de cómo lograr un nuevo comienzo, más justo, con anhelos fundacionales de andar bajo ningún tutelaje. Ironía, si hubiera alguna, que de recalo en espera de mejores tiempos, la ciudad tornose ser ciclón de rebeliones.
Y si de andar perdidos en el tiempo se trata, cogidos de la mano y sintiéndonos llevados mientras llevamos, allí tenemos en el malecón un templo de eternidades. Allá va riendo el viejo, dando tumbos pegado al bajo muro, botella como brújula, mientras bribones apuestan con ventaja al deletéreo desenlace. Horizontal vista donde la almenara avisa su llegada, allá a lo lejos, se anuncia el río como sierpe insaciable que nunca llega. La interminable hebra rendida al sol, poniendo coto a los excesos de esta tierra, contaminada de tanta alegría. Así, amantes vieron irse a aquellos que querían, mientras afanaban el beso de despedida; otros anhelantes esperaron retornos con variable suerte.
Y aquel en la esquina, aquel bajo el sol, contempla, resignado, la espuma de leche que cae desde el alféizar llevándose su religión. Una y otra vez, como un obstinado, recordándonos que todo el mundo hiere alguna vez. ¡Grita, grita, grita! Ruge, imponente, mientras planta sitio, asalta, tonta, ¡asalta! Yergue orgullosa para acabar destrozada. Cruel venganza, termina mansa como manantial que acaricia la roca.
Solo cuando se tenga tiempo de saber que no se habita vendrán a conocerte mejor. Como ebrio transeúnte: cuántas luces la iluminan y cuántos ojos la multiplican: todas son.
Hay muros que prefiguran maneras de hacer el amor, que por mucho que se reiteren, siempre se presentan vírgenes. Nunca te canses de hablar del malecón. Hay tantas millas que recorrer en su música... Uno se pregunta, recordando a Martí, qué circunstancias conducen a alguien a crear algo como lo que hizo Eusebio en ese Andar La Habana. Me imagino que sea la Revolución.
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