ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Wynton Marsalis, el legendario trompetista de New Orleans, con Chucho Valdés al piano, en un concierto en La Habana. Foto: Juvenal Balán

Los amigos de fechorías de Art Pepper decían que estaba demasiado loco como para confiársele un revólver. Como resultado, el músico se proclamaba un «stand-up guy», un buen criminal. Cuando no estaba preso por drogadicto, tocaba el saxofón alto con tal maestría que otros músicos lo consideran uno de los más grandes instrumentistas de todos los tiempos. Frank, que trabajó como baterista con Chet Baker por mucho tiempo, narra cómo estaba sentado en el césped con Chet, en la playa de Santa Mónica, conversando sobre diversos músicos y, cuando mencionó a Art, Baker lo miró sonriendo para decirle: «Art Pepper es el más lírico swinging instrumentista del saxofón alto que haya existido». Lo cierto es que Art fue un gran storyteller del jazz. Sus piezas narraban una historia con un lirismo impactante que lo mismo arranca lágrimas que te levantan el espíritu, pero nunca te dejan indiferente.

Pepper fue una persona muy atormentada, hijo de padres alcohólicos y violentos, fue criado en la casa de una abuela donde, desde pequeño, se destapó como hecho para la música. Adicto a diversas drogas toda su vida, Pepper narra en sus memorias cómo entre sus muchas obsesiones destructoras, al regresar de Europa, luego de la Segunda Guerra Mundial, era tal su compulsión sexual que «iba de hotel en hotel, taladrando hoyos en las paredes para ver a las parejas de los cuartos contiguos teniendo sexo, o a la mujeres duchándose desnudas». Era un mirahueco. Esta y otras historias, narradas con toda crudeza, formaron parte de su libro Vida recta, una autobiografía tan honesta como brutal.

En cierta ocasión, el propio Art narra cómo el saxofonista Sonny Sitt, quien había estado tocando, lo invitó con la mirada a que siguiera él, relevándolo. Sitt había hecho una hora de maravillas con el saxofón. Pepper, que estaba borracho y drogado, con su esposa amenazando con suicidarse en un cuarto del hotel donde tocaba, temeroso de que unos narcos lo estuvieran buscando en ese mismo momento, tuvo una epifanía: «Me olvidé de todo, y todo salió como un desahogo. Toqué por encima de mi cabeza. Toqué completamente diferente a como había tocado. Busqué y encontré mi propia forma, y lo que dije les llegó a las personas. Toqué a mí mismo, y sabía que era lo correcto, y las personas lo amaron, y lo sintieron. Soplé y soplé, y cuando finalmente terminé estaba temblando de arriba a abajo; mi corazón latía como un tambor; estaba cubierto de sudor y el público gritaba; el público aplaudía y miré a Sonny, asentí con la cabeza, y me dijo “All right”». De eso se trata el jazz.

Una epifanía similar la atestigüé en el Teatro Mella unos años atrás. Nos visitaba la banda de jazz del Lincoln Center, probablemente la mejor gran banda de jazz en activo, junto a Wynton Marsalis, el legendario trompetista de New Orleans y director artístico del propio centro. La noche se había hecho posible porque mi hija, como regalo, había logrado asientos para todos en la primera fila. Al frente me quedaba la sección de vientos de la banda y en particular, dos físicamente imponentes saxofonistas, ninguno de los dos jóvenes, uno negro y otro blanco. Wynton había invitado a Chucho a que lo acompañara esa noche. La tortuga había entrado con ese andar tan propio de él, que no revela el ciclón que lleva dentro. Se sentó al piano y comenzó a tocar pausadamente; en algún momento Wynton entró desde atrás, tocando igualmente en calma, y al poco rato, después de varios diálogos entre piano y trompeta, Wynton, con un gesto, invitó a Chucho a que siguiera solo.

Entonces, como un estruendo que no fue, se cayeron las murallas de Jericó y, con el sol detenido, no hubo resistencia para el invasor ungido. El diluvio de arabescos, veredas, amaneceres, sortilegios, arados, atardeceres, fundiciones, jardines, campos de cañas, faroles encendidos, anocheceres y otras tantas anécdotas más, se desataron en catarata. Toda la historia de la música cubana, como trascendencia de la universal, desfiló en aquellos pocos minutos.

Para reconocer el extraordinario momento, como confesándose uno al otro, los dos saxofonistas que, quietos, habían estado escuchando con la mirada fija en el público, intercambiaron la vista simultáneamente, haciendo un gesto con la boca el blanco, y levantando las cejas el negro, como reeditando muda la frase de Sonny: «All right». De eso se trata el jazz.

Todos esos pequeños momentos, como arrancados al azar y no resultado de causa alguna, nos van conformando el gran bosquejo siempre inconcluso de nuestra espiritualidad. Toda obra de arte es más que lo que vemos en el momento, porque ella se completa por fuera de su exhibición inmediata. El arte es también su contexto, las cosas que pasan, las que pudieron pasar, y las que nunca tuvieron que ver con ella. Hay tantas lecturas de todos esos instantes, como realizaciones en el interior de quien las está leyendo. No le exijamos a cada obra que nos narre su historia, no preguntemos qué significa, démosle nosotros el sentido que necesitamos para apropiárnosla. De esa manera, haciéndola nuestra, la hacemos universal.

En 1979, durante la grabación de un disco, Stanley Cowell, en un descanso, comenzó a descargar en el piano una balada. Varios de los músicos levantaron la cabeza al oír lo que estaba haciendo y Pepper le preguntó, inocentemente, qué era eso que tocaba y sonaba tan bien. Stanley le dijo: «es tuyo». Se trataba de Patricia, una pieza que Art le había compuesto a su hija, más de 30 años atrás. Patricia es, se me antoja, el monólogo de un padre que se disculpa por no tener mucho que enseñarle a la hija, salvo eso que le dice con el saxofón. La única manera que su atormentada vida le ha enseñado de ser feliz, y la única manera que ha aprendido de dar felicidad a los demás: «All right».

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