ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Miles Davis Foto: Ilustrativa

Hay conceptos en Marx, probablemente con mayor razón los que le llegan de Hegel, que son difíciles de capturar cuando se les lee. Entre ellos está aquel de que la libertad es la conciencia de la necesidad, concepto que nunca entendí a cabalidad hasta que oí Kind of blue. Miles Davis llegó al estudio, en 1959, donde estaban John Coltrane, Bill Evans, Julian «Cannonball» Adderley, Bill Evans, Paul Chambers, y Jimmy Cobb, con un esquema de lo que quería hacer, y después de entregárselo a los músicos, les dice: «Piensen en lo que quieren decir musicalmente». Luego los dejó hacer, y cada cual hizo con libertad lo que se necesitaba.

La idea la repitió otra vez en los 70, cuando Miles se reinventó una vez más para incorporar en su música, e incorporarse él, sonidos que emergían en el rock y en el funk. Entonces, su nueva agrupación era de jóvenes con un sonido electrónico que condujo a ese disco desconcertante que es Bitches brew. Un año antes había grabado In a silent way, donde «estrenó» a músicos que luego se convirtieron en leyendas como Chick Corea, Wayne Shorter, Dave Holland, Joe Zawinul, John McLaughlin, Herbie Hancock y Tony Williams. Varios repitieron en Bitches brew.

El enigmático título es difícil de traducir, pero pudiera escribirse como Brebaje de perras. En aquel entonces, y como parte de su transformación, Miles, que solía tocar impecablemente en traje, se agenció una forma de vestir entre más hippie y más funk, con colores vibrantes, espejuelos extravagantes y chaquetas llamativas. Su pareja en parte de ese periodo, Betty Mabry, con quien se había casado en 1968, fue la responsable de introducirlo a la contracultura de la época y a Jimmy Hendrix. En 1969, Miles le pidió el divorcio a Betty, acusándola de haber tenido un amorío con Jimmy. Para cuando salió Bitches brew, en marzo de 1970, a Jimmy Hendrix le quedaban seis meses de vida.

Incomprendido por muchos jazzistas, el periodo electrónico de Miles es tan extraño como extraordinario. Si la confluencia de corrientes musicales ha sido parte del jazz desde su inicio, y ahí está la influencia cubana para demostrarlo, la palabra fusión adquirió una nueva dimensión en esa etapa. En muchas de las actuaciones, Davis les decía a sus músicos que asumieran los conciertos como ensayos, a los cuales se iba a experimentar ideas, pero frente a un público que pagaba por oírlos. El resultado era, una vez más, la libertad como conciencia de la necesidad.

Agharta, de 1975, se considera que cerró ese periodo. Poco después, agotado, abandonó un concierto en Central Park, doblado de dolor, para recluirse y no tocar la trompeta, según su propia confesión, por cinco años.

Muchos asentirían frente a la afirmación de que Miles Davis es el más grande jazzista del siglo xx. Partiendo de que el arte no es ni competencia, ni listas, ni grandes éxitos, por más que determinadas urgencias mercantiles se empeñen en reducirlo a eso, él es sencillamente descomunal.

La nostalgia no es un buen termómetro para medir la calidad de algo. Puede sensar determinadas calenturas, pero es propensa a confundir sus causas. Pero cuando se oye a Miles, la nostalgia es justo el sensor a través del cual nos asalta la grandeza de una música que, mientras se desenvolvía, hacía historia.

La anécdota sin sistema es irrepetible, por tanto, como argumentaba Kundera, carga la levedad de su condición y entonces citamos a Nietzsche, como el checo, que eso está de moda aunque no lo hayamos leído. En definitiva, vivimos tiempos donde la sagacidad se valora más que la inteligencia, aunque se quede corta frente a la estupidez, que celebrarla por todo lo alto parece ser el signo de nuestra época. La música de Miles es pura anécdota haciéndose sistema, huyendo de la levedad para regresar a ella y esconder en su engaño la trascendencia.

En 1960 Miles Davis y John Coltrane tocaron en el Olympia en París, como parte de la gira que promocionaba a Kind of blue. Fueron las últimas actuaciones de Coltrane dentro del grupo de Miles. En realidad, los conciertos terminaron siendo más acerca del saxofonista que sobre Davis. Anunciaban el Coltrane que vendría después. Hay futuros, como el que le esperaba a John, que nunca se convierten en pasados.

Después de un comienzo de Miles, The Trane, uno de las tantas formas de llamar a John, en el cuarto minuto, irrumpe colorido. Haciendo fintas como un jugador de football que conoce su oficio, el saxofón sale de su zona de confort para llenar el espacio. Pura magia que recuerda esas explosiones de partículas que registran las cámaras de niebla, Coltrane no temía dejar sus entrañas al descubierto. Aquello fue aliento que, como alisios, diseñaron corrientes.

Callado y sin descenso / iré a pulir mis huesos / en el esqueleto de otra arca / que anuncie el próximo diluvio. / Y en la luz de la penumbra / trabajaré incansable por la salvación de los pobres, / mientras tus ojos le iluminen / el taller a otro ser, / que no soy yo, /  ni es mi ausencia.

Me temo que hay pasados que nunca dejan de anunciar futuros. Dentro de ellos están los que marcan la libertad, como conciencia de la necesidad.

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