En la película The fabulous Baker boys hay una escena donde Jeff Bridges, anónimo en un club de barrio donde hallaba refugio, toca el piano como quien se entrega a su oficio sin otra pretensión que buscarse a sí mismo. Una Michelle Pfeiffer que no debía estar allí, atestigua la escena. El jazz que sale de las manos de Jack Baker, música en realidad interpretada por Dave Grusin, es un homenaje al sonido nocturno neoyorquino, con sus condensado de nostalgias que habla en el mismo idioma con que se escriben las tristezas que nos acompañan. Hay frivolidades demasiado perdurables.
Pocas músicas pueden lograr el diapasón de emociones que el jazz logra. Partero de muchas de las creaciones más sublimes del siglo pasado y el actual, el jazz ha logrado ser la fusión más orgánica entre las tradiciones musicales locales y la música como fenómeno genuinamente planetario, transgresor de fronteras y localismos. Convierte todo diálecto en lengua común para todos los seres humanos, sin perder en el proceso la herencia que porta el origen.
Mucho más que otras corrientes, todos los intentos de prostituirla han fracasado en hincar la robustez de su tronco y en ese sentido, el jazz es también una de las formas esenciales que ha adquirido la batalla perenne por el avance humano, con meta en superar la prehistoria, como la definiera Marx. Ha sido fortaleza desde la cual diseñar ofensivas de la otredad con cargas anticolonialista y reafirmación de la diversidad como riqueza del género humano.
The fabulous Baker boys narra el período final de un duo de hermanos de apellido Baker que contratan a una cantante para que les ayude a reanimar su carrera. Con un aire de nostalgia íntima, y suave decadencia, Sussie, el personaje cínico de Michelle, hace resurgir el misterio de la feme fatale en una película que no es otra cosa que un lento crimen de sentimientos.
Hay músicas que invocan escenas vividas o insertadas en las memorias, y con ello te trasladan a virtualidades que, de volverse recurrente, tornan ser parte de nuestro ciclo vital.
Diana Krall versionando a Joni Mitchell en esa pieza que es A Case of You, vuelve el sublime original en una pieza íntima de igual factura. Porque el jazz, como aquello que convierte uno en otro, para más, toma piezas de un contexto y las transforma a otro, como Mussorgsky tomó las pinturas de una exhibición y las convirtió en suites, en una obra que poco me importa que se le diga clásica y supongamos ajena al jazz, tiene la propiedad de Midas que la vuelve, a la vista de los años, también en un hecho jazzístico.
«Justo antes que nuestro amor se perdiera, dijiste: «Soy una constante como la estrella polar» Y yo dije: «Constante en la oscuridad, dónde está eso. Si quieres me hallarás en el bar». La obra de Mitchell es de un lirismo evocador de nostalgias, que hablan en el mismo idioma con que se escriben las tristezas que nos acompañan. Hay frivolidades demasiado perdurables.
En el patio, Elena Burke era capaz de crear como nadie esos parajes de refugios tan necesarios a nuestra salud emocional, con esa voz llena de lunas donde nosotros ponemos el aullido desde el pozo de honduras donde nos asomamos al abismo. Suyo es el reino. Si pudiera expresarte / cómo es de inmenso, / en el fondo de mi corazón / mi amor por ti. Demiúrgicas en su voz, las creaciones de César dejaban de ser boleros, para volver a ser boleros con ese toque de Midas que estamos invocando. Elena es una evocadora de nostalgias que hablan en el mismo idioma con que se escriben las tristezas que nos acompañan Hay frivolidades demasiado perdurables.
Ella Fitzgerald es la Elena del jazz norteamericano, tan grande es. Lo mismo fraseando que extendiéndole a las que le siguieron, las lunas que ya nunca más fueron las mismas. Quien diga que no es para él, no sabe de lo que habla. «El golpea en la puerta\\ pero no es para mí\\ el planea un dos por cuatro\\ pero no es para mi» Demiúrgica en su voz, la canción de Gershwin dejaba de ser jazz para regresar como jazz con ese toque de nostalgias… ya saben.
Modigliani pintó tantos femeninos que era solo cuestión de probabilidades que en alguna de sus piezas apareciera el rostro de Michelle, el rostro de Diana, el rostro de Joni, el rostro de Elena, el rostro de Ella. Y ciertamente allí están ellas, aunque nadie las vea, en sus cuadros, lenta música de pinceles dibujando el contorno que se hace memoria. Los muchos rostros lunares que pintó Modigliani: cuellos de cisne, búsquedas, cabezas almendradas, ojos de pozo, ventanas, tenuidad inclinada, te hacen preguntar, ¿cuántos rostros más faltan por verse? ¿cuántos más necesitamos?
Otras soledades han transcurrido a través de los rostros, pocas tan en evidencia como con el pintor livornés. Hay en sus cuadros tantas mujeres evocando como música la quietud de la belleza que se insinúa, que se hace explícita, que parecen irse siendo pastel para regresar siendo azul. Ese mismo color al que tanto le debe el jazz, como un tren, como un tipo de algo.
Elena señoreó al sentimiento en esa corriente que se le llamó feeling, y fue la canción sosa de Morris Albert, la que por un instante se asomó en The fabulous Baker boys llevada por Sussie. Pero no hay mejor evidencia de Midas que el Feelings que hizo Nina Simone en Montreaux 1976. La canción al comienzo la quebró y dirigiéndose al público le confesó: «Maldición, y saben qué, qué vergüenza tener que componer una canción como esa, no estoy burlándome del hombre, ¡yo no creo en las condiciones que provocaron la necesidad de escribir una canción como esa! Vamos, aplaudan, ¡qué les pasa!», mal auspicio parecía ser tal introducción y entonces, pura magia del jazz, Nina la hizo suya dejándonos aquello de «Feelings, feelings that I never met you / feelings that I never even saw you / again in my heart» para rematar más adelante «I wish I never lived this long».
Alguien en la barra del bar pide un trago largo: «Pedro, repíteme lo mismo que con este último ya me voy». Después de sorberlo a la mitad, se echa encima una chaqueta y sin mirar atrás se interna en el profundo cobalto azul de la noche, el piano de Bola de Nieve todavía se sigue oyendo, a pesar que la puerta cerrada ha atenuado el sonido de nostalgias que hablan en el mismo idioma con que se escriben las tristezas que nos acompañan. Hay frivolidades demasiado perdurables.
COMENTAR
Responder comentario