
La primera vez que oí el concierto para violín de Jean Sibelius, me dije que así debió sonar el rock de su época. A los efectos prácticos de mi oído inexperto, aquel violín solista, con sus sonidos y –a mi antojo– distorsiones, imprevistos y cambios, no era otra cosa que el abuelo de lo que después se descubriría con la guitarra eléctrica. Escrito a comienzos del siglo xx, esa versión era tan difícil técnicamente para el ejecutor del violín, que luego de su desastroso debut, el compositor tuvo que hacer arreglos para potabilizarla. Esa primera versión solo se conoció en los años 90 del siglo pasado, cuando los herederos del compositor hicieron pública la primera partitura. En 2015, la obra original solo había sido ejecutada en tres ocasiones.
El 19 de octubre de 1905, Richard Strauss estrenó la versión rebajada con la Orquesta de Corte de Berlín y, desde entonces, es esa versión de la composición la que se encuentra en casi todas las grabaciones y apariciones en público. A pesar de la simplificación, esta nueva variante sigue siendo extraordinaria.
De ese redescubrimiento del violín, a través de Sibelius, viene el hambre por oír más. Como la más progresiva de las obras, tales piezas con violín te hacen crearte narraciones mientras las escuchas. El Concierto para violín No. 1, de Chaikovski, siempre me revive el tormento de Ana Karenina, como un pasaje que imagino en un andén de alguna estación ferroviaria. Y el Concierto para violín Op. 35, del propio compositor ruso, me trae de vuelta, para mi sorpresa, El reino de este mundo, con sus tambores, sus esclavos, sus selvas, Mackandal, Bois Caïman y la redención humana. Pero, después de todo, no debe sorprendernos, toda obra, por alejada que parezca, bebe de lo popular y las de Chaikovski son un ejemplo de ello; y toda épica, por local que sea, le es universal la común e interminable gran rebelión de los pueblos.
En definitiva, todo arte trata de la redención humana y, en ese sentido, toda redención humana termina siendo, a su manera, arte. Pero esa relación puede ser en extremo difícil, como nos demostró Thomas Mann en El doctor Fausto. En la novela, el amigo de Adrian Leverkühn narra la vida del compositor hasta su muerte, víctima de la sífilis. En apariencia, se es ambiguo sobre la realidad del pacto, el compositor vende su alma a Mefistófeles a cambio de lograr la egoísta perfección como compositor. La novela es una gran parábola sobre la Alemania que vendía su alma al nazismo. Lecturas más contemporáneas son posibles, desde ver en Adrian el arquetipo del artista que sucumbe a poderes externos, ajenos a su naturaleza, a cambio de la satisfacción de su ego; hasta una reversión de significados respecto a la obra original, interpretación adelantada en su intercambio epistolar por el auto de la novela, y tomar a Leverkühn como la expresión del emprendimiento individual que paga el precio de divorciarse de la búsqueda divina para adentrarse en la búsqueda de la esencia humana.
Dos obras musicales de Adrian son particularmente señaladas, una de ellas, El apocalipsis con figuras. Concierto para violín, es descrita de manera tremendamente detallada por Serenus Zeitblom, el amigo narrador de la novela. Obra difícil, si hubo alguna: «las facultades del intérprete fueron sometidas a dura prueba, sobre todo, en el segundo tiempo, scherzo dificilísimo, en el que figura una cita del Trino del Diablo, de Tartini, y que obligaba al pobre Rudi a dar de sí cuanto podía. Al terminar la audición, grandes perlas de sudor corrían por su frente, y el blanco de sus bellos ojos azules podía verse muy encarnizado». ¿Acaso toda obra de arte no debería llegar a esos extremos descritos, tanto para el compositor como para el ejecutante?
El rock tiene un parnaso constituido por bufones, demiurgos, semidioses, dioses, y tiene a Led Zeppelin. Quien hubiera escuchado las actuaciones en vivo de la banda, en la primera mitad de los 70, habría tenido la oportunidad de ver en tiempo real a un género condensarse desde múltiples fuentes. Bebiendo de Jimi Hendrix, el rock fue identificado, a nivel popular, con la preponderancia de la guitarra eléctrica, con sus distorsiones y efectos, solo después de la explosión del
heavy metal. Led Zeppelin es el heavy metal.
De la naturalidad con que la agrupación termina siendo espectacular, debería aprenderse que la búsqueda de la espectacularidad como fin rebaja al arte. La gran escena como fin termina siendo mediocridad disfrazada de oropel.
Es cierto que Led Zeppelin es heavy metal, pero ¿solo eso? Quien escucha Dazed and Confused puede hallar motivos para dudarlo, sobre todo en sus ejecuciones públicas, donde la obra es, por lo general, extendida más allá de su duración original hasta tres veces ese tiempo. Sin dudas progresivo, pero hay algo más en la actuación, en la manera que los músicos asumen el hecho artístico. De la intensidad con que ejecutan viene a la memoria la descripción más arriba del violinista Rudi luego de terminar su actuación.
John Bonham trae en sus manos tormentas desatadas. Trepado sobre el instinto de sentirse trueno, redobla cascada de batidas. El otro John pide que se escuche, sintiendo ese instante que al atajarlo se nos ha ido. Robert Plant no busca sentidos, si acaso los hay, en los gaiteros que nos devolvieron la cordura, y comienza preguntándonos si recordamos la risa.
Jimmy Page asume la guitarra como un poseído, quien ha pactado con poderes más allá de ese instante, y va resolviendo entuertos mientras va tocando, hallando soluciones. A ese vínculo entre guitarra eléctrica y otros instrumentos de cuerda clásica, contribuye un Jimmy Page tomando un arco, para transformar la guitarra eléctrica en un instrumento de cuerda frotada. ¿Poseído o ungido? Qué importa. ¿Chapucero? Sí. ¿Quién dijo que el arte tiene que ser limpio? El arte es más que oficio, puede haber varios guitarristas del rock más técnicos que el británico, pero como él, no hay otro.
La mayor frustración como ausencia es no poder escuchar nunca La lamentación del doctor Faustus, la obra cumbre del compositor que no fue Leverkühn. La extraordinaria pieza queda encerrada en la imaginación de quien lee a Thomas Mann. Pero se me antoja que no es así, que su pacto con el diablo es el mismo que llevó a Sibelius a crear su concierto; el mismo que movía los dedos, según dicen, de Paganini; el que hizo creer al ángel caído tener garantizada el alma de Led Zeppelin, hasta que estos, sempiternos, se construyeron una escalera al cielo.
De haber sido contemporáneo, ese otro maldecido por el genio quizá hubiera escrito: ¿Qué es el rock?, dices mientras clavas\ en mi pupila tu pupila azul.\ ¿Qué es el rock? ¿Y tú me lo preguntas? \ El rock es... Led Zeppelin.












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El Boris dijo:
1
19 de enero de 2022
07:40:09
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