ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y Onelio Jorge Cardoso configuran uno de los ideales estéticos de la modernidad. Ellos se plantean incontables problemas de la literatura y la renovación del lector.

De su orbe poético, Borges transporta un recurso de lejana data, la hipálage. Figura de construcción, se distingue por aplicar a un sustantivo un adjetivo que corresponde a otro sustantivo; es decir, atribuir a otro sustantivo una cualidad o acción propia de otro sustantivo en el mismo contexto o nivel intertextual.

En su cuentística abunda también la hipálage. En Ficciones (1944), El Aleph (1949), y otros libros, reaparece una y otra vez este recurso. En «hombre con la esquina rosada» (Hombre con la esquina rosada), «las ruinas circulares» (Las ruinas circulares), «la cruzaba la cara una cicatriz rencorosa» (La forma de la espada), son algunas de sus muestras. Puede ocurrir en un ajuste de cuentas, como en el primer cuento. El segundo se manifiesta en el hombre antiguo de verse soñando ser otro que soñaba ser otro hombre. Por último, la «cicatriz rencorosa», en La forma de la espada, recuerda una historia a comienzos de siglo, en Islandia.

Rulfo tiene un largo aprendizaje que cuaja con El llano en llamas (1953). Similar a Borges, legitima nuevos recursos de la narrativa moderna, pero su énfasis no recae como en el argentino en tramas de extrañamiento, sino en el habla popular y, más que en estas fórmulas, en las articulaciones del pensamiento rural, con la presentación directa de los hechos. El caciquismo y el estado de calamidad del campo mexicano son su trasfondo. 

El mexicano se basa no solo en el monólogo interior, la primera persona y la comprensión por el lector de que la acción se inició, antes. Así, estas comienzan por el momento incandescente de los cuentos de El llano en llamas.

Otra de las tribulaciones frecuentes en los cuentos de Rulfo es la violencia y el bandidismo; en ¡Diles que no me maten!, el padre le implora al hijo: «¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirle eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad». El hijo no puede hacer nada. O el hecho inverso, en No oyes ladrar los perros, el hijo va mal herido en la espalda de su padre: «–Tú que vas allá, Ignacio, dime si oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte». Esa es la tragedia que se fragua en lo secreto del mundo rural de México.

Onelio se vincula con Rulfo con parecida estrategia. Pero su espíritu de modernidad está vinculado a su concepción estética, a una búsqueda de plenitud humana en este orden. Desde sus primeros cuentos, nuestro cuentero deja entrever esas aristas. Ya en Nino, como demostrase Salvador Arias, la belleza del cuento confirma su trascendencia. Sin embargo, donde de manera más explícita vemos esta idea es en El cuentero (1958), relato en el que fabulador entretiene a sus compañeros. No ver la realidad más allá de las apariencias determina que estos le recriminen los «engaños». Disgustado, se retira de la tertulia. Tiempo después van a implorarle la continuidad de su labor.

Quizá más lírico es El caballito de coral. Otro de los temas de Onelio, el mar, sirve de marco a esa cuerda de imaginación en que unos creen y otros no. Cinco hombres se debaten a lo largo de todo el tiempo. El narrador lo dice: el hombre siempre tiene dos hambres. Esa que despertó la modernidad.

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