Si Horace Walpole (El castillo de Otranto), Bram Stoker (Drácula), Mary Shelley (Frankenstein) y más adelante Horace P. Lovecraft (Cthulhu) hubieran dispuesto de los recursos tecnológicos en función de los más delirantes efectos especiales, tal vez hallarían en la industria audiovisual actual una zona fértil para desatar el terror gótico que cultivaron con maestría en la literatura. O tal vez no, porque confiaban tanto en la sugestión de la palabra como soporte de la imaginación que les parecería demasiado explícita, enrevesada y abrumadora la fantasía de una serie británica como Los irregulares (2021), recién finalizada en Multivisión.
El creador de la serie, Tom Bidwell, no partió de cero. Apeló a personajes clásicos de la literatura detectivesca, Sherlock Holmes y el Doctor Watson, y a la veta esotérica que se desprende de la biografía de su creador, Arthur Conan Doyle. Traídos y llevados como pocos, para bien, regular y mal, desde que el verbo saltó a la pantalla, hasta la saciedad. Construidos, deconstruidos y parodiados por separado en operaciones mediáticas precedentes que Bidwell –su mayor aporte– entremezcla esta vez, mientras saca de la manga los caracteres de los muchachos de la calle que Doyle introduce en Estudio en escarlata (1886), para lanzarlo como protagonistas de una drama de misterio y terror con no poco de Expedientes X, más el Londres victoriano de Jack el destripador, más la nada original y hoy abusada alusión a portales, agujeros o grietas violatorias de las dimensiones de espacio y tiempo.
Si alguna novedad merece destaque es la representación multiétnica del elenco, así como el retrato de un príncipe que quiere ser como los plebeyos y no al revés, ficción que subvierte el referente histórico real, Leopoldo de Albany, octavo hijo de la reina Victoria.
Una lectura rectilínea de Paranormal (2020), otra de las miniseries transmitidas por Multivisión a fines del verano, llevaría al telespectador supuestamente a puerto conocido. Pero no es así. En primer lugar, porque se trata de la primera producción seriada realizada en Egipto que pasa entre nosotros. Y luego porque retoma por caminos imprevistos los tópicos que las pantallas –cine y televisión– occidentales suelen adjudicar a todo lo que ha sucedido antes y ahora en el país árabe norafricano.
Al ser estrenada por la plataforma Netflix, algunos críticos lo advirtieron, como Joel Keller, en el portal neoyorquino Decider: «Su sentido del humor irónico y su estructura aligeran un poco la serie y consiguen que sus extenuantes imágenes sean digeribles: el personaje principal es de lo más peculiar del género».
Más que ironía, debía hablarse de un tono que oscila entre la fábula y la parodia. El Egipto de misterios faraónicos y maldiciones ancestrales, de cuerpos momificados y predicciones cartománticas, contrasta con el marco histórico social del país que a finales de los años 60 mantenía a flote el sueño nacionalista de Nasser, en el cual el doctor Refaat, protagonista de la serie, racionalista y escéptico, se resiste a sucumbir a los fenómenos paranormales que padece, a la fantasmagoría de una niña que deambula en una mansión ruinosa, a las apariciones de un súcubo, y cuando se lanza a fondo en esa aventura descubre que los laberintos mentales son más sinuosos que los físicos.
Se observa comedimiento e ingenuidad en las truculencias visuales; una paleta cromática arenosa y ocre en la fotografía, predilección por los primeros planos que ponen de relieve la gestualidad del actor Ahmed Amin, uno de los comediantes más reputados en aquella nación.
La serie también incita a indagar por la fuente original, una saga del novelista Ahmed Khaled Tawfik, entre los más populares y prolíferos narradores egipcios contemporáneos, una especie de Agatha Christie para los lectores árabes.












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