ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Cinema Paradiso, de 1988 Foto: Revista Fotogramas

«El progreso siempre llega tarde», le dice Alfredo al niño Totó, en la película Cinema Paradiso, de 1988. La frase sintetiza, de alguna manera, la percepción de la derrota.

A la película se le han señalado diversas fuentes de inspiración. En el inicio, una Italia saliendo de la Segunda Guerra Mundial se debate en una nueva modernidad que entró con las fuerzas aliadas mezclándose con la presencia aún preponderante de la iglesia católica. Casi todo acontece en un pueblo de la Sicilia semifeudal con un solo cine, centro social de la comunidad. Un cura censor tiene la tarea de ver las proyecciones antes de su estreno y corta aquellas partes que considera atentan contra la moralidad católica, escenas que condena con la sacudida de una campanita que sostiene en la mano.

Alfredo es el operador del proyector y Salvatore, apodado Totó, un niño huérfano de padre muerto en la contienda mundial, que encuentra en el primero la figura paternal que no pudo tener. La complicidad entre ambos personajes es la justificación de la obra para narrarnos una bella historia de muchas cosas. El filme es un prolongado flashback de un exitoso cineasta, Salvatore, que va recordando su vida como respuesta a la noticia de que Alfredo ha muerto.

Cinema Paradiso es una película a la que acudo cuando el cinismo me amenaza. Plantea el desarraigo como premisa necesaria para el éxito social. En el medio del conflicto, la memoria como punto de fuga al existencialismo del ser abatido por la soledad. El filme recupera la nostalgia como ese momento de felicidad idealizada en algún pasado que nunca fue tal cual uno lo rememora y, sin embargo, queda allí como refugio en los momentos más tremendos.

Filme de 2013, La Gran Belleza Foto: Internet

Cuando Ramona, en el filme de 2013, La Gran Belleza, le pregunta a Jep Gambardella qué tiene en contra de la nostalgia, este le responde que «es la única distracción posible para quien no cree en el futuro». Esa respuesta probablemente era la que le faltaba a Salvatore. Quizá le faltó añadir que, para quien no espera nada del futuro, la nostalgia alterna con el cinismo y a veces se funden en un abrazo. 

La Gran Belleza es un filme al que acudo cuando el optimismo ingenuo amenaza con dominarme por completo.

Jep es un cínico que luego de alcanzar el reconocimiento literario en su juventud por una novela aclamada, ha envejecido en un bloqueo creativo. Ya con 65 años, vive de socialité, sirviendo lo mismo de anfitrión que de invitado en la frívola y superficial escena cultural romana. Su condición de cínico indomable lo hace terriblemente atractivo para una variedad de personajes frustrados, quienes sienten el hechizo de no poder prescindir de su presencia aun cuando espantados temen que Jep los fustigue con su verbo.

Una posible tesis, que subyace detrás del argumento del largometraje, es que, si hemos vivido lo suficiente, todos llevamos dentro a un enano cínico. Es nuestra responsabilidad domarlo o de lo contrario, con la rienda suelta, nos hará creer que la callada amargura da un sentido de superioridad inmoral, te hace creer que sabes lo que los demás se niegan a ver. Jep justifica su esterilidad en la imposibilidad de ser trascendentemente creativo en un mundo demasiado sórdido e irreparable: todo parto, por más que venda en esta sociedad de espectáculos y lentejuelas, es aborto.

Esa mezcla entre desfachatez y nostalgia se figura como un camino al éxito en un mundo posmoderno, donde toda verdad está irremediablemente relativizada como premisa para corromperla o tornarla irrelevante: «Son bonitos los trenecitos que hacemos en las fiestas, ¿verdad? Son los más bonitos del mundo porque no van a ninguna parte», nos sostiene Jep en algún momento. Qué conveniente la tesis de que nada se supera, mucho menos el capitalismo que se desprecia pero que se pretende inevitable. Para los cínicos, los errores dejaron de ser parte del proceso para convertirse en testimonio del fracaso.

Alfredo, provinciano y sin educación, no tiene tiempo ni inteligencia para ser cínico, o quizá sea por la razón contraria, es demasiado sagaz en su inmensa cultura semianalfabeta para serlo. Percibe, sin embargo, una derrota y le exige a Salvatore que escape sin mirar atrás, sin sentir nostalgia. Jep, escritor y refinado, persigue infructuosamente una belleza que sabe de antemano no logrará tener y, en respuesta a la impotencia, se adapta a un reino de frivolidad que no lo engaña, donde corona su inmensa soledad. Salvatore es el arquetipo del derrotado exitoso, quien no halla consuelo individual a una derrota colectiva y solo le queda recrear el pasado con tintes de nostalgia. Para un cínico como Jep, la culpa de Totó es no haber tenido el coraje de volverse como él.

En el fondo, Gambardella no quiere reconocer que vive para que le sorprenda una salida a la distopía. Nadie se conforma realmente con el cinismo como estado de ser. El anhelo de su búsqueda es que alguien le derrumbe la cárcel de desilusión que lo agobia: «Estamos todos bajo el umbral de la desesperación. No tenemos más remedio que mirarnos a la cara, hacernos compañía, tomarnos el pelo. ¿O no?». La duda de la pregunta cuestiona todo el proyecto que pretende presentar como obvio.

Quisiera pensar que Totó rescata a Salvatore tras ese exorcismo que es la obra que sigue tras el cartel de fin. Que es salvable deriva de esa resistencia a ser absorbido. Que esa posibilidad se concrete resulta de su reconocimiento por un pueblo que marcha tras Alfredo en su entierro. Ese acto redentor que no vemos y quisiera inventarme por ingenuo redomado. Porque lo contrario sería la victoria del cinismo, y eso sí que no. Eso me niego a aceptarlo.

Los hijos de la Revolución tenemos que huir de la trampa que se oculta en el cinismo y en la ingenuidad optimista. El cinismo, ya sabemos, es incapaz de crear futuros, los mutila por miedo a sí mismo. Tenemos el deber de no temernos. El optimismo ingenuo nos condena a trompicones que hacen del andar calvario innecesario. Su planteo, en el fondo, es confundir la utopía con el camino y en la comodidad dejamos de ser creativos. Tenemos el deber de no darnos tregua.

Nuestro destino desde Espartaco es ser hijos de las derrotas, por eso nunca somos derrotados: «…la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse tareas». Nuestro destino desde Espartaco es ser vencedores, por eso siempre andamos. Nuestra tarea desde entonces ha sido conquistar el cielo en el Reino de este Mundo.

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Edwin dijo:

1

2 de febrero de 2021

14:55:46


Vale la alerta. Sobre todo cuando el lobo se viste de oveja y algunos ingenuos le hacen el juego, o cuando menos bajan la guardia.