
En ese libro de memorias imprescindibles que es El mundo de ayer, Stefan Zweig le rinde pleitesía a la honradez intelectual, puesta en solfa cada vez que la amistad es un pretexto para llenar de elogios a una obra carente de méritos.
No lo dice por las claras el escritor austriaco, pero la lección se desprende luminosa al referirse al intelectual León Bazalgette, quien, entre otros méritos, dedicó diez años a que los franceses se familiarizaran con Walt Whitman «mediante la traducción de toda su obra y una biografía monumental».
Según Zweig, Bazalgette empleaba su fuerza creadora en bien de las obras ajenas, «siempre dispuesto a aconsejar, imperturbable en su sinceridad… se preocupaba por todo lo que importaba a otros, pero nunca por su beneficio personal».
Se hicieron grandes amigos y nunca dejó Bazalgette de recibirlo en la estación de trenes, cada vez que el austriaco llegaba a París. «Pero lo mejor de nuestra amistad, lo que la hace inolvidable –cuenta Zweig– era que siempre tenía un punto delicado, cuya resistencia tenaz bajo circunstancias normales hubiera tenido que impedir, de otro modo, una intimidad social y sincera entre dos escritores».
Y quizá entre sonrojos, revela que «ese punto delicado consistía en que Bazalgette rechazaba con decisión todo cuanto yo escribía en aquellos tiempos, con una maravillosa sinceridad muy propia de él».
Armonizaban como dos hermanos, pero frente «a mis trabajos emitía un resuelto ¡no!». La crítica fundamental que le hacía Bazalgette a los escritos del amigo era que no tenían trabazón con la realidad y más bien se trataba de literatura esotérica. «Leal consigo mismo en una forma absoluta –escribe Zweig– no hacía concesiones en ese punto, ni siquiera la de la cortesía».
Bazalgette le solicitó incluso a Zweig que le buscara colaboraciones de otros escritores en lengua alemana para la revista que dirigía, «es decir, colaboraciones que fueran mejores que las mías propias; de mí mismo, su amigo más próximo, no solicitó ni publicó tenazmente una sola línea, si bien al mismo tiempo se sacrificaba revisando para una editorial, sin cobrar honorarios, por pura amistad, la traducción de uno de mis libros».
Años después, luego de alcanzar Stefan Zweig lo que él mismo reconoció como su «forma de expresión personal», el primer reconocimiento le llegó de parte de León Bazalgette y su dicha fue infinita «porque yo sabía que su aprobación de mis nuevas obras era tan sincera como durante diez años lo había sido su obstinado ¡no!».










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