
Las Floras de Portocarrero entraron por la retina y hollaron para siempre la manera de mirar de los cubanos. Son las criaturas más visibles del universo visual creado por el prestigioso e indispensable artista de quien conmemoramos hoy, 7 de abril, el aniversario 35 de su muerte.
Hablo de las Floras pero pudiera traer a la presente nota otras relevantes figuraciones del maestro; las catedrales, los interiores del Cerro, el carnaval, los arlequines y otras muchas que fue plasmando a lo largo de una vida que se inició el 24 de febrero de 1912, en la capital.
El rasgo fundamental de su obra se halla indisolublemente vinculado al barroquismo insular. En su pintura se observa la traslación asimilada de la arquitectura barroca, que campeó de modo particular en La Habana desde el siglo xviii. No debe olvidarse que Portocarrero vivió sus años de formación en el Cerro y cerca del Paseo del Prado, por lo que fueron vivencias cotidianas tener a la vista pilastras y retropilastras, columnas ornamentadas, hornacinas singulares y «patios umbrosos, guarniciones de vegetación, donde troncos de palmeras convivieron con el fuste dórico», según palabras de Alejo Carpentier.
El arquitecto Daniel Taboada definió ese barroquismo como «amplio dominio de la forma, la exaltación del movimiento y la elaboración del ornamento, todo ello condicionado a las peculiaridades impuestas por los materiales y la mano de obra disponibles en aquella remota época». En gran medida, el rigor formal, la exaltación del movimiento y la obsesión por no dejar en la composición espacios libres de significados configuran la base del legado pictórico de Portocarrero.
El artista hizo estudios intermitentes. Lo suyo era mirar, entender, dibujar y pintar por sí mismo. En su primera juventud asistió a algunos cursos en la Academia Villate. Matriculó en el curso 1926-1927 la asignatura de Dibujo Elemental en la Academia San Alejandro, pero abandonó la escuela. Su primera exposición personal data de 1934, en el Lyceum de La Habana, y en 1935 concurrió al Salón Nacional de Pintura y Escultura, junto a Víctor Manuel, Amelia Peláez y Carlos Enríquez. Dos años después participó en la experiencia del Estudio Libre de Pintura y Escultura.
En los años 40 desarrolla series que marcaron ya un estilo: Festines, Figuras para una mitología imaginaria e Interiores del Cerro. La pintura de tema religioso se hizo presente en una parte de su producción. Son los años en que entra en contacto con los poetas del grupo Orígenes. Al doblar la mitad del siglo, nuevos impulsos encumbraron su obra: ciudades, máscaras, catedrales. Ya en los años 60 llegan las Floras y el estallido de los Carnavales. Mujeres que se levantan exuberantes y festivas en medio de la profusión barroca de su entorno. La cultura popular de la calle bulliciosa y pachanguera entre líneas y volutas imbricadas en el trazo.
Pudiéramos hablar también de la muralística de Portocarrero, de su aporte a la gráfica y la ilustración. De su participación en obras de significación social tras el triunfo revolucionario de 1959. Pero, a la hora de las definiciones identitarias, será mucho más pertinente citar las palabras del artista: «Como pintor dispongo de un mundo que me es afín. Un mundo que fluye desde la niñez. Un mundo que ciñe y ordena. Ese mundo es Cuba».












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