Presentada en funciones especiales durante el último Festival del Nuevo Cine, La La Land (Damien Chazelle, 2016) llenó las salas y entusiasmó. Lo mismo ha sucedido en buena parte del mundo con este musical filmado en cinemascope, como en los buenos tiempos del género, y que tras obtener 14 nominaciones al Oscar se perfila como la máxima ganadora, entre otras razones porque es puro Hollywood (¡del que se premia!) proveniente del baúl de los recuerdos y lustrado desde una pretendida modernidad.
Es interesante ver cómo La La Land, con su capacidad para modelar fantasías, ha logrado poner de acuerdo a mucho público y a una parte nada desdeñable de la crítica, que no tiene reparos en calificarla de «obra maestra» o «entre lo mejor del siglo XXI».
¿Pero qué vieron!, cabe preguntarse, aun a riesgo de que esa masa apasionada responda agravios, como le sucedió recientemente al escritor Paulo Coelho tras criticar el filme en Twitter.
Es lógico cuestionarse que algo habrá cuando tantas personas defienden esta cinta romántica y agridulce, pero que ni siquiera está a la altura de las grandes obras norteamericanas del género (Cantando bajo la lluvia, de Stanley Donen, o Un americano en París, de Minnelli), películas a las que el joven director Damien Chazelle no deja de hacerles guiños, como es lógico, aunque en verdad lo que le aporta la sustancia estrujacorazones a La La Land –hacia los finales– pertenece al universo de melancolías del francés Jacques Demy y, en específico, a Los paraguas de Cherburgo, con el amor frustrado de la pareja que se reencuentra al cabo de los años, e igualmente a Las señoritas de Rochefort, cuya escena inicial también es un baile en medio del embotellamiento de carros y se estructura en capítulos.
Sería injusto, sin embargo, afirmar que el director copia, cuando en realidad se trata de apropiaciones en función de hacer creíble (y hacer soñar) en el presente una historia que tiene sus raíces estéticas en el pasado. De ahí que si aparecen teléfonos celulares, también se recrean vestidos de los años 50, o se buscan locaciones que hicieron época, como el Planetario de Los Ángeles, visto en Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), sin olvidar el evocativo color del cinemascope.
Una operación retro ante la cual no pocos sucumben, también gracias a su buena música y a las interpretaciones de Emma Stone, como una aspirante a actriz que trabaja en una cafetería, y Ryan Gosling, un tecladista que insiste en que el jazz no pierda sus esencias.
A diferencia de los musicales de antaño, ninguno de los dos son grandes bailarines, al estilo de Fred Astaire, o Ginger Rogers, pero se «defienden» –ella más que él– y ello es parte de los propósitos del director para acercar el filme a una audiencia que, aunque guste ver bailar entre las estrellas, resulta menos ingenua y más terrenal.
Lo que es difícil pasar por alto en La La Land es el calificativo de «originalidad» para un guion lleno de lugares comunes y que pudiera servir para ilustrar una clase acerca de cómo se repiten los mismos esquemas románticos, construidos con un cronómetro en la mano para intercalar por minutos euforias, tristezas y, por supuesto, un final impactante (que viene a levantar el temblequeo de la historia) y que no pocos aplaudirán en esta «película bonita», como mismo lo hicieron nuestros padres y abuelos en sus días de ensueños.
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jose dijo:
1
30 de enero de 2017
03:11:50
YS dijo:
2
30 de enero de 2017
08:46:47
albertobayo dijo:
3
30 de enero de 2017
10:58:20
Jorge_GA dijo:
4
30 de enero de 2017
12:29:39
rey dijo:
5
30 de enero de 2017
13:04:13
Idloyed dijo:
6
30 de enero de 2017
16:05:37
Lee dijo:
7
30 de enero de 2017
17:50:22
robert dijo:
8
31 de enero de 2017
15:18:32
Carmen dijo:
9
7 de febrero de 2017
10:27:02
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