Hombre de su tiempo y del nuestro: ese fue el Alejandro García Caturla que un grupo de artistas, convocados por el aniversario 110 del nacimiento del genial músico remediano, refulgió en la Basílica Menor de San Francisco.
En la presentación de la velada, el compositor y pedagogo Juan Piñera recordó esa dimensión de Caturla al destacar su “alianza incondicional con los tiempos venideros, con el futuro que estaría por llegar” y llamó a tomarlo en cuenta con mayor frecuencia en los repertorios habituales de los solistas y orquestas del país.
Al escuchar las obras que conformaron el programa —música vocal, de cámara y para banda—, se puede intuir cuántas novedades habría aportado un creador que vio tronchada su vida a los 34 años de edad, a manos de un criminal que impidió la plenitud de una madurez en ciernes.
Juez en su villa natal, en medio del marasmo de la primera república, Caturla ejerció la magistratura con absoluta probidad. Por ello recibió a traición la bala fatal. En medio de esa misma espesura, al regresar de París y a distancia de la capital del país, protagonizó hazañas artísticas de primerísimo orden al norte del territorio villareño.
Nadie permaneció indiferente ante las versiones de las breves pero intensas Danza del tambor y Danza lucumí, interpretadas por la Banda Nacional de Conciertos, que bajo la dirección de Igor Corcuera, transmitió la fuerza telúrica de quien honró la vitalidad de la herencia musical africana transfigurada en el molde de la naciente identidad cubana sin apelar a la cita folclórica.
En el ámbito coral parecen haber sido escritas ahora mismo El caballo blanco y sobre todo Canto de los cafetales, arropadas en esta jornada por la fineza y el equilibrio que suele impregnar la maestra Alina Orraca a sus cantores.
El vocalisse interpretado por la soprano Ivette Betancourt, de línea expresiva espléndida y atinadamente acompañada por la pianista Mayté Aboy, no tiene que envidiarle a ningún otro de su especie. Como tampoco tuvo desperdicio el tríptico de canciones asumido por Bárbara Llanes con la inteligencia y pasión que la caracterizan.
Pieza rescatada del olvido, Melodía disonante fue la única partitura de Caturla para saxofón alto y piano. Javier Zalba y María del Henar Navarro la enriquecieron nuevamente, y complementaron su contribución al ejecutar Desenlace, segundo movimiento de una obra que Jorge López Marín dedicó a la memoria del músico, sorprendente por los rejuegos rítmicos y su impronta jazzística.
Amigo entrañable de Caturla, Alejo Carpentier advirtió la derivación cervantina de las danzas iniciales de su compañero de aventuras artísticas. Fidel Leal en el piano le hizo justicia a esa valoración.
Caturla es lección permanente. Debiera guiarnos para siempre, a creadores y público, otro certero juicio carpenteriano sobre su obra: “Hallar una sonoridad absolutamente cubana con procedimientos armónicos que respondían a las máximas audacias de su momento”.












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xiomara Inerarity Ariosa dijo:
1
15 de marzo de 2016
00:03:15
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