A la rutilante y ya dilatada carrera como instrumentista y tras incursionar con éxito en la composición, Joaquín Clerch sumó otra faceta creativa, la dirección orquestal. Veintiséis años después de egresar del Instituto Superior de Arte, el notable guitarrista cubano condujo en la sala Covarrubias el último domingo la Orquesta Sinfónica Nacional.
La guitarra, obviamente, siempre estuvo en primer plano. El repertorio escogido con Clerch para su debut entre nosotros como director puso de relieve dos momentos significativos de la cosecha para las seis cuerdas del siglo XX: el Concierto para guitarra y orquesta (1951–1953), del brasileño Heitor Villa-Lobos (1887 –1959); y Fantasía para un gentilhombre (1958), del español Joaquín Rodrigo (1901–1999).
Dato curioso: ambas obras fueron estrenadas en su día por el célebre Andrés Segovia, quien capitalizó como ejecutante la escena guitarrística de buena parte de la pasada centuria.
La primera de esas partituras condensa las más importantes contribuciones del genial brasileño para el instrumento: despliegue de las potencialidades tímbricas, originales desarrollos temáticos, y sobre todo, una consciente y a la vez visceral integración de los elementos identitarios en un discurso de alcance universal.
Sobre este último aspecto, Turibio Santos, uno de los más reconocidos guitarristas brasileños, dijo: “Villa-Lobos, durante toda su vida, hizo de la guitarra su cuaderno de anotaciones musicales. Este registro comenzó en la juventud, en el momento en que el discípulo de su propio padre decidió, al recorrer musicalmente las calles de Río de Janeiro, subvertir su formación típicamente europea. Si bajo la influencia paterna Villa-Lobos conoció lo que se acostumbraba llamar “gran música”, en las calles de la ciudad entró en contacto directo con la pujante cultura musical brasileña”.
Joaquín consiguió atemperar la intervención de la orquesta al perfil de su interpretación solista, lo cual fue un tanto a su favor como director. Pero, sin lugar a dudas, su trato con la guitarra concentró la atención de un auditorio que apreció la autoridad artística con que desglosó cada pasaje, particularmente durante la cadenza que separa el segundo y tercer movimientos.
Desde otro costado, pero con idéntica eficacia, Clerch encaró la obra de Rodrigo, en la que sobresalen las líneas nobles y galantes de una partitura estructurada a partir del diálogo entre el instrumento solista —que recrea el lenguaje de las danzas de Gaspar Sanz (1640–1710)— y una reducida masa orquestal donde la combinación de piccolo, flauta, oboe, fagot y trompeta aporta color.
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rosario dijo:
1
15 de diciembre de 2015
15:19:23
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