
Viendo Venecia, el más reciente filme de Enrique Álvarez, es inevitable pensar en aquel Free cinema inglés de finales de los cincuenta y principio de los sesenta del pasado siglo, movimiento que junto a la Nueva ola francesa revolucionó las pantallas europeas frente a un cine que se había vuelto demasiado convencional y repetitivo.
Realidad social plasmada fuera de los estudios cinematográficos, el habla popular incorporada al conflicto en función de una mayor autenticidad, decoración deslustrada, ciudades oscuras dispuestas a trastornar a aquellos que entren en sus profundidades, improvisación continua, cámara en mano a la que no le preocupa ni la iluminación ni cierta suciedad de la imagen, y una crueldad flotando en el aire como recordatorio de que no se viven tiempos de princesas.
Siguiendo en buena medida esos postulados, el director entrega la que posiblemente sea su película más auténtica, no importa que el estilo asumido beba de una fuente con más de medio siglo.
Historia de tres jóvenes mujeres que trabajan en una peluquería y que tras recibir su salario deciden irse a la calle para distraerse un poco de la monotonía que las consume. Inicio de un viaje que entre ingenuidades y sonrientes malicias irá de sorpresa en sorpresa, hasta tornarse tan impredecible como pudiera ser cualquier destino que tiente las mieles de lo desconocido.
Pudo haber sido una película de corte costumbrista y signada por “el cubaneo” clásico para referirse a “nuestros problemas”, pero sin renunciar a la psicología femenina emanada de una contemporaneidad, el director opta por volar más allá de “lo convencional y repetitivo” (lo mismo que buscaban los jóvenes del Free cinema) y le impregna a su historia una impronta de universalidad. Y lo hace de tal manera que cuesta trabajo identificar físicamente a esa Habana nocturna que, en su desmandes de emociones, pudiera ser representativa de cualquier otra ciudad del mundo.
No hay guion preestablecido en Venecia en cuanto a diálogos, pero sí una idea central de lo que se pretende, y por ahí enrumban la historia y su dramaturgia, sostenidas en gran medida por el tono que le impregnan las tres mujeres. Conversaciones improvisadas que fluyen con natural soltura, y gracias a las cuales se va conociendo lo suficiente de ellas, aunque el director demuestra habilidad para dosificar hasta los finales los enigmas que pueden hacer de cualquier mujer un misterio.
Ansiedades, frustraciones, sueños, verdades encubiertas, todo ello fluyendo de las situaciones que las muchachas atraviesan y no como un discurso de tesis. De la risa a la angustia, del atrevimiento al sin sabor mediante el rigor de la sugerencia artística, Venecia como símbolo de lo inalcanzable para tres muchachas muy simples que, sin embargo, y hacia el final del metraje, se propondrán convertir la romántica ciudad en una esperanza alcanzable.
Al igual que en su anterior película, Jirafas (2013) el director vuelve a consentir más palabrotas que las necesarias. Se olvida entonces de una vieja verdad indicativa de que las reiteraciones para reafirmar realismos de ese tipo pierden efectividad de tanto manoseo. Además, pudiera pensarse (que no es el caso) que a falta de tratamiento dramático se recurre a la contundencia de la palabrota para lograr un significado que de otra manera sería más trabajoso.
Lo cual no resta para afirmar que dentro de la temática crítica del cine cubano más actual —tan reiterada ella—, Venecia viene a ser otra manera de asumir el reto y ser, artísticamente, bastante diferente.
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