
Tan legítimo como contemplar una pieza de excelente factura, madurada y capaz de guiar al desarrollo del pensamiento de quienes la disfrutan, resulta aspirar a que un cuadro embellezca un espacio habitacional o engrose los fondos de una colección de arte; la función será siempre una necesaria elección. Y si hablamos de la posibilidad de recrearnos y motivar el pensamiento con la mirada, nada mejor que recorrer la galería El Reino de este Mundo, de la Biblioteca Nacional José Martí, donde Eduardo M. Abela Torrás expone Maestro, ¿puede usted explicarme?
Abela es el tercero en una línea de sucesión en las artes plásticas cubanas que comenzó con el abuelo Eduardo Abela Villarreal (La Habana, 1889-Ídem, 1965), cuya impronta en la caricatura y la pintura lo encumbraron a una posición adelantada en nuestra vanguardia, y continuó con su padre, Eduardo Abela Alonso, autor de una obra que merece ser revisitada y revalorizada.
Si algún vínculo existe con el primero es a partir del humor, conexión oblicua, pues el creador del célebre Bobo lo hizo como parte de un ejercicio tenaz de dibujar para publicaciones periódicas, mientras este lo asume desde su obra pictórica.
Quien no haya estado familiarizado con el trabajo de Abela Torrás, pensará que no es original el método de la apropiación de obras y autores referenciales en la historia del arte. Sin embargo la relevancia de este procedimiento en el artista que nos ocupa no descansa en la novedad, sino en la coherencia y la profundización de un concepto que ha trabajado desde finales del pasado siglo, tanto en la pintura como en las obras de carácter instalativo. Desde entonces hasta hoy Abela Torrás ha lidiado, descompuesto, reciclado y dialogado con autores, estilos y escuelas históricamente consagradas. Ninguna recreación es gratuita. La pupila del espectador comparte inicialmente la diversión, pero termina compenetrándose con el sentido subversivo —y desacralizador— de composiciones ingeniosas.
Abela, es decididamente desenfadado e integrador. Su pupila retrospectiva y aglutinadora no se detiene en una u otra cita; discurre electivamente sobre la memoria y lo hace con un oficio admirable, tomándose muy en serio la concepción de cada obra, con lo que marca una diferencia entre quienes quieren ser “chistosos” (epatantes y superficiales, para ser precisos) y los que van al fondo de las cosas, como él.
El carácter de estas operaciones paródicas no conlleva a la negación ni a la irreverencia, sino a una interpelación acerca de cómo recibir, asimilar y decantar los discursos legitimados por las convenciones artísticas establecidas a partir de la subjetividad del espectador de nuestros días. Vale entonces la interrogante que titula la exposición, pero de una manera invertida: cómo explicarnos visualmente a nosotros mismos.
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