ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Pieza de la serie Los cantos de Maldoror. 

La obra gráfica de Salvador Dalí que este verano exhibe el Museo Nacional de Bellas Artes, en su Edificio de Arte Universal, es una magnífica oportunidad para que los espectadores cubanos valoren hasta qué punto el artista español fue uno de los más auténticos y renovadores creadores de imágenes de la pasada centuria y no ese ser poseído por los demonios del narcisismo y la desmesura que parecen no abandonarle.

Saltemos por encima de sus bigotes de manubrio, de sus ojos febriles, de su extravagancia cultivada, de su obsesiva relación con Gala, de sus artefactos al estilo del “teléfono-langosta” o el “so­fá con los labios de Mae West”, de sus frases es­candalosas (“el canibalismo es una de las manifestaciones más evidentes de la ternura”, llegó a decir) de su tardío compromiso falangista, y pensemos, cuando visitemos el Museo, en que estamos ante el artista que colaboró con Luis Buñuel en La edad de oro y El perro andaluz y que con obras como La persistencia de la memoria (conocida por los relojes derretidos) o La tentación de San Antonio (el mendigo acechado por un caballo famélico y varios elefantes) imprimió un sesgo original al surrealismo.

Gracias a la iniciativa de Carole y Alex Rosenberg, coleccionistas norteamericanos que durante largos años han mantenido una estrecha relación con la vida cultural cubana, específicamente con la Fundación Ludwig de Cuba y el Consejo Nacional de las Artes Plásticas, arribaron a La Habana 95 grabados agrupados bajo el título de una serie que Dalí realizó a pedido de los Rosenberg en 1971: Memorias del surrealismo.

La pupila puede detenerse en su recorrido en la formación y consolidación del estilo daliano. La serie más antigua está constituida por los aguafuertes que realizó para ilustrar Los cantos de Maldoror en 1934, la cual, por sí misma, devela la adscripción surrealista del artista, dado que esta obra literaria, escrita por el francés de origen uruguayo Isidore Ducasse, el Conde de Lautreamont, es una de las reconocidas fuentes del movimiento artístico capitaneado por André Breton.

Algunos críticos han apuntado que Dalí no hizo otra cosa que plagiar, más que ilustrar, visualmente los alucinantes pasajes de Lautreamont. En cualquier caso la identificación del artista con las metáforas que motivan la creación, es parte del proceso interno de construcción de las imágenes, algo que se aprecia con nitidez en la única pieza de la serie Viaje fantástico, exhibida en Bellas Artes, donde recrea libremente una de las estampas populares de Currier & Yves sin descomponer el original.

Los muchos registros técnicos de Dalí posibilitan que el espectador caiga gustoso en el juego entre analogías y diferencias entre lenguaje literario y visual a partir de las 33 litografías coloreadas que aluden a la Divina Comedia, de Dante. Estas piezas denotan al creador que apela al grabado como medio de ilustración, pero que en su esencia se rige por los códigos de la pintura. Lo propio se observa en la serie Las doce tribus de Israel, cargada de referencias míticas y simbólicas tamizadas por los trazos oníricos del artista.

Sobre la serie Memorias del surrealismo, Alex Rosenberg reveló, al presentar la exposición, una faceta del ingenio daliniano. El catalán, que había entregado en forma las matrices para su impresión, recibió la mala noticia de que se observaban manchas en las copias debido a una deficiente manipulación. Luego del enojo inicial Dalí accedió a corregir el defecto.

“Lo más interesante —contó Rosenberg— fue descubrir que no había pintado sobre las manchas sino que había creado objetos como piedras y otras cosas en colores más oscuros que los originales para esconder las imperfecciones y tratar de que parecieran parte de la obra”.

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