Vega del Jobo, Guantánamo.–Chamela es una niña preciosa de tres años que toma la palabra para todo: para invitarte a pasar, para decirte que almuerces, que dejes los zapatos en la puerta, que tomes de su desayuno...
Por estos días la agarró una gripe y Nené, su padre, andaba por los contornos buscando múltiples hojas para hacer un cocimiento, como solo se hacen por acá, y cortar de cuajo el catarro. Son muchas las hierbas que pone juntas, apretadas en un mismo jarro que coloca en baño de María sobre la leña.
Nené lo pone cuidadosamente y explica que, cuando lo de abajo suelte la sustancia, hay que darles vuelta a los bejucos, para que la parte de arriba también supure. «El que se tome esto revive y ¡se acabó el catarro!», asegura.
Es lógica la gripe, tanto como pequeña es la niña. Van muchos días sin parar de llover, sin que mínimamente pueda sentirse un rayo contundente de sol. No lo saben aún, pero quedan varias semanas de lo mismo, en la que las hierbas de los portales tendrán que luchar contra las humedades del cielo.
Sin embargo, Chamela no se deja quitar la sonrisa ni por el catarro. Todo lo contrario, ha aprendido a jugar con él. Horas después de haber tomado el remedio, sin señales de tos por ninguna parte, solo necesitará escuchar que «ya la niña está sana» para comenzar a toser de nuevo, con una instantaneidad casi descarada y una sonrisa, más descarada aún, que no logra esconder.
Nené se sienta en un taburete de la terraza, mientras vigila la leña, y se ríe de sí mismo dentro de unos años, cuando Chamela empiece a tener novios –terror de padres rabiosos– y él ya sea un viejo, quién sabe si irrespetable. Estruja la cara, como la de un señor de casi 70 años, y finge ser el Nené del futuro, tratando de jugar al padre recio con su hija. Se ríe cuando esboza también la posible respuesta de un joven al que no le importará nada de eso.
Dice Nené que esa quizá sea la ley de la vida, y que bastante cacique de estos montes ya fue él.
Pero, en realidad, a Nené lo que le duele no es eso. Ni siquiera podría definirse como dolor. Nené guarda una suerte de nostalgia del ahora, de los tremendamente felices días del hoy, y mira con cara de tiempo perdido tantos años pasados sin su Chamela.
Es niña avispada y juguetona, Chamela. Dice Nené que cierta noche estaban a oscuras y llegó alguien al portal con una linterna encajada a la frente. Ella salió corriendo con sus pasitos de bebé traviesa y se quedó pensativa, de frente al visitante, desde su altura moral de 60 centímetros.
–¿Ese es tu ojo? –increpó, señalando la luz.
«¿Cómo uno no se va a morir por eso?», me pregunta Nené. «¿Quién hubiera tenido una Chamela 20 años antes?».
MÁS LLUVIA
Cada madrugada me ha despertado a medias el ruido de la lluvia torrencial sobre el techo de zinc. Despertarse a medias con sonidos graves e irregulares resulta algo tortuoso, porque parte de la mente todavía no asume lo que ocurre y se tiene una especie de pesadilla con los ojos abiertos.
Un mínimo grado de coherencia del que he dispuesto en esos desvelos súbitos, me han hecho estrujar el rostro y pensar: «Mañana tampoco podrá ser, mañana tampoco llegaremos».
Explanada de Duaba sigue estando a la misma distancia que el primer día, ni a un metro menos; los ríos, si acaso, se han crecido un poco más, y la tierra toda de las lomas ha ganado en inestabilidad y peligro.
La otra parte del cerebro, sin embargo, siempre guarda un estado de casi irracionalidad, que a ratos lleva a suponer que estoy bajo el torrente de una crecida, sin posibilidades de salir. Gotas diminutas y frías, que logran burlar a presión la ventana cerrada, le agregan realismo a la idea. Todo mitad pesadilla, mitad conciencia. Así ha sido cada una de estas tres noches.
Si el rugido de la lluvia logra intimidarme bajo un techo, cómo sería si me atrapase más al interior de la sierra, sin una choza en kilómetros a la redonda. Lo pienso no solo en las madrugadas de desvelo, sino también durante el día, cuando aparecen chubascos a la tremenda y me descubro minimizado entre cielo y tierra, bajo un portal, como ahora.
EN LA BODEGA
Bajé con Nené a la bodega de Vega del Jobo, para comprar el pan y algo de arroz. Poco a poco, tras el ciclón, se van «asomando» las cosas; un día detrás del anterior. En un rato, el camión traerá latas de leche condensada para los niños menores de seis años. Ayer vendieron pollo. Desde otros pueblos se escapa el rumor de que también traerán sardinas en lata.
Hay algarabía en la bodega, discusiones cortas que suben y bajan su intensidad en un minuto, respecto a cualquiera de las circunstancias tajantes que se amalgaman en el momento que corre.
La gente del lado contrario del río pide ser priorizada en la fila, porque mira lo fuerte que empezó a caer el agua de nuevo, y el río cada vez se torna más rojizo… y sube.
Corre el miércoles 30 de octubre. El martes 29, el Jojo volvió a elevar su cauce, como no lo había hecho desde que pasara el huracán Oscar, y descolocó, por completo, el tronco de almendro por el que la gente accedía al puente.
El tronco resulta tan grande que la corriente no lo pudo llevar río abajo y apenas lo tiró contra la margen. En la tarde, con sogas por aquí y por allá, volvieron a subirlo entre muchos hombres, con el agua aún roja y fuerte. Pero el río puede crecer también hoy, por eso los de allá tienen que comprar rápido, para que disminuyan las posibilidades de no poder regresar.
Algunos han propuesto que se lleven los mandados en mulos a quienes viven allá, pero el Delegado se niega por el momento, porque, qué pasaría, arguye, si con la fuerza del río crecido, uno de esos mulos tropieza o resbala…
Con el tiempo que hemos esperado el arroz y el poco de azúcar, endulzando tantos días el café con la cachaza de caña, ¿tú te imaginas que tropiece el mulo, que se caiga? No habrá chance ni para darle los palos. ¿Quién repone lo que se va a perder? ¿Cuándo? Esto hay que jugarlo al seguro, dice el Delegado, es la comida de la gente. Ahorita escampa. Ahorita el agua baja. Aunque mañana vuelva a subir.
Transcurridas casi 72 horas desde el domingo, ya todos acá saben que hay un periodista fracasado en Vega del Jobo. Cuando me cruzan, preguntan, casi en burla, que por fin cuándo se sale para Explanada. Saben la respuesta. Es evidente.
Bajo el portal de la bodega, una anciana me mira de arriba a abajo y confiesa que, por lo que había escuchado, ella se imaginaba a un periodista más repuesto, más alimentado, no «esto» que tiene delante, que parece no poder con los trillos de tres lomas seguidas.
Después de desahogar su decepción, comienza a hablar de dificultades mundanas que también afectan a los viejos de aquí, quienes también se quedan solos, a los que también se les va la familia. Entonces, Eneida, así se llama, observa fijo hacia la punta de la loma que está enfrente y dice que «aquí lo que hay es que salvar el alma».
Miro un instante a quien tengo a la derecha y, cuando regreso la vista, la anciana de más de 80 años ha desaparecido. Paso los diez minutos más inquietantes de mi vida, hasta que de pronto reaparece desde la oscuridad de la bodega. Es un alivio.
Por acá también hay unos muchachos hablando de perros, de los perros buenos que se necesitan para trabajar en el campo, perros que lo entiendan todo, que sepan cómo morderles las patas a las vacas, y que cuando se les mande a la loma a buscarlas, la que no baje sea porque aprendió cómo subirse a una mata.
También hablan de los perros jíbaros. Dicen que tienen la misma mala sangre que los gavilanes, porque no hay quien los domestique, ni tomándolos de pequeños.
LA LUZ
Este miércoles de pronto se hizo un claro en el cielo. Todos pensaron que el reinado de las lluvias por fin había acabado. Anabelsis salió eufórica de su casita, puso a secar los zapatos en la cerca de palos y pegó un grito:
—¿Tú sabes hace cuánto ya que no vemos el sol? ¡Basta ya, que está bueno de fango!
En media hora volverá a llover, pero las montañas no dejan advertirlo.



















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