Vega del jobo, Guantánamo.–Nebo dice que hoy no, pero que mañana temprano me acompañará a Explanada de Duaba, un poblado más pequeño que este, y más intrincado aún en la sierra guantanamera.
Nené está a su lado y explica que ahora no puede salir conmigo, porque Odaimis, su esposa, tiene dolores en el vientre, como un empacho, pero que, si mejorara, él también iría cuando la mañana despunte.
Explanada está a más de 20 kilómetros por caminos entre lomas y ríos, caminos que no se sabe exactamente cómo estarán, o si acaso continúan ahí.
Nebo, de 60 años, me está llevando a su casa, donde –todavía no lo sé– pasaré las próximas tres noches. Dormiré en la cama de su hija, a quien hoy trabaja en La Habana, y bajo el mosquitero que Xiomara, la esposa de Nebo, se empeñará amorosa en preparar.
Nebo tiene que salir rápido y me pide no acompañarlo. Lleva el torso desnudo, un short y unas zapatillas deportivas viejas que le dejan ver algunos dedos. Tiene que pasar el río y un arroyo para llegar a la casa de su hermano, a quien hoy no ha visto y que está enfermo.
Los médicos de la capital no dieron buenas noticias y el hermano de Nebo decidió regresarse a acá, a sus montañas de Imías, que parecen ser un buen sitio para respirar tranquilo, sin que importe nada más que respirar una vez y otra vez más, hasta que se pueda, con la corriente del río Jojo y el graznido de los caos como fondo.
Corre el domingo 27 de octubre y el cielo se muestra extremadamente bajo desde hace días; de vez en cuando puede tocarse, si alguna nube se arrastra a tientas. Algunos viejos dicen que hace tres décadas no llueve así. Otros, más viejos aún, aseguran que no se había visto en sus más de 90 años de vida.
Resulta difícil predecir... Desde el sábado anterior al huracán Oscar quedaron sin electricidad y los partes meteorológicos de la televisión parecen un recuerdo antiguo. Una vía alternativa quizá sería internet, pero para ello se precisa de batería en los teléfonos.
Los pocos paneles solares del pueblo emiten una energía muy pobre con estas sombras y el grupo electrógeno de la panadería tiene capacidades limitadas para tantos enchufes de celulares que llegan.
Cuando alguien logra algo de carga, tiene que subir una loma que está después del río y del arroyo, donde una piedra indica el punto de mejor conexión. Bajo algún árbol del pueblo o recostados en ciertas ventanas, los celulares, con suerte, pueden obtener un mínimo de señal.
Tampoco pueden verse las nubes que están más allá de la montaña inmediata. El río Jojo hace una suerte de cañón en el macizo, y cerca del río vive la gente, con mucha tierra y roca sobre el nivel de sus cabezas. Solo se detectan las nubes que penetran en el reducido espacio de la vista, cuando ya casi se les tiene encima. El sonido del agua fuerte se asemeja a los cascos de un caballo que te persigue. Puede ser de infierno, de pesadilla, el sonido de esta lluvia, su certeza.
Ya Nebo salió a ver a su hermano, como cada día de estos últimos. Me dejó en su casa, en el barriecito diminuto de Campo Amor –nombre acuñado por un loco–, a unos cien metros del centro de Vega del Jobo, terraplén arriba.
Casi seis kilómetros al este, también subiendo montañas por una carretera que alterna entre piedras, tierra y planchas de hormigón prefabricado, está el Alto de Cotilla, uno de los puntos más elevados del viaducto La Farola, desde cuyo mirador se dominan, de un solo pase de vista, el mar del norte y el del sur.
Vega del Jobo no es tan grande. Junto a los asentamientos de Limones y Batea forma una circunscripción de apenas 558 personas, entre las cuales casi el 70 % es del sexo masculino.
Para la vida de 386 hombres y 172 mujeres, ocho de ellas madres solteras, aquí se ha colocado una panadería, una bodega, una oficoda, una farmacia, cuatro consultorios, una clínica estomatológica, tres escuelas primarias, una secundaria, una planta de beneficio del café, una torre de televisión digital, dos trabajadoras sociales, una médica de la familia y un jefe de sector, enumera el delegado de acá, y presidente del consejo popular, Marnoidi Lafita Fáez.
También hay un teléfono fijo, media decena de hamacas atadas a un leño para trasladar a enfermos por los trillos, una microhidroeléctrica, tres grupos electrógenos, un vivero tecnificado «con todos los hierros», en el que nunca se ha podido trabajar porque la malla solar no sirve, y un sistema de acueducto que, en tiempos normales, entrega agua directo de los manantiales las 24 horas del día, pero tras el ciclón aguardaba este domingo por 200 metros de manguera, porque las crecidas dañaron en buena medida los conductos.
Parece mucho, pero nada sobra. Entre crisis, nubes y crecidas, sin electricidad y sin transporte, de pronto todo esto puede reducir su eficacia en grado doloroso.
También hay un ambulanciero sin ambulancia, reubicado como custodio de escuela, al que todos aquí llaman Nebo o Bichón, quien ahora acoge a un periodista en su casa.
La que corre es la historia de un lugar de paso que se convirtió en destino; de un trozo de montaña guantanamera tras un ciclón, de cómo sus gentes, comunes gentes, se inventan la dignidad, mantienen vivo a un pueblo y reproducen su existencia.
UNA FAMILIA GRANDE
La gente en Campo Amor parece una gran familia. En buena medida, literalmente lo es. Anabelsis fue la primera esposa de Nebo y tuvieron tres hijos. Merengue es la hembra y Liubis la esposa de uno de los dos varones. Nené es esposo de Odaimis, que es hija de uno de los más de diez hermanos de Anabelsis, el cual vive cruzando la calle. Acá cerca también mora Yímer, otro de los hermanos. Yandi es esposo de Merengue.
Todos están aquí, en función de cortar la misma leña, hasta que vuelva a hacer falta buscar más. Todos ocupan las humildes casas que se juntan en esta colina hundida entre montañas.
A partir de hoy, para el baño y la comida, para el diálogo, Anabelsis será mi madre, como mismo lo será Xiomara para el desayuno, el sueño y otras conversaciones matutinas en su sala, donde un retrato de Fidel se sitúa al lado de la foto de 15 años de la hija. Nené, Yímer, Odaimis, Liubis, Merengue y Yandi serán mis hermanos. Nebo será mi padre.
HOY HAY QUE COMER
Hace aproximadamente una hora, Liubis y Merengue estaban carretera arriba con una motosierra, cortando los troncos que luego los hombres trajeron para Campo Amor. Ahora, bajo la lluvia, ellos se turnan el hacha para convertir los troncos en pequeños trozos de leña, con los que se cocinará durante varios días.
Alguien sube por el camino y abre los brazos en forma de interrogante, y Nené le responde con un grito agudo y jocoso: «¡Compramos a un periodista! ¡Si no acaba de venir la luz, lo matamos y nos lo comemos!».
Los hombres y mujeres de cada casa se llevan en brazos sus promontorios de leña. La madera está mojada, pero se irá secando, ya sea durante las horas bajo techo por venir o con el fuego inmediato que se precisa para comer hoy.
Como el queroseno desde hace tiempo se espera –con locura se espera, sin sospechar que al fin llegará este miércoles–, se utilizan palillos de chupa-chupa que el fuego de una fosforera derrite sobre los leños y estos prenden; tienen que hacerlo, porque la electricidad puede tardar 13 días, pero el almuerzo, la comida y el café no.
A pulmón se ha alimentado la gente durante estos días, cuenta el Delegado. Quien tenía mucho en la nevera se lo dio fiado a los vecinos y, lo que se pudo, se colocó cerca del humo de la leña, fuera un pez diminuto o un trozo de pollo, para que se conservase sin refrigeración por el tiempo que fuese.
Es cerca de la 1:00 p.m. y Liubis me llama desde una cabaña que pronto conoceré bien. Es la casa de Anabelsis, la matriarca de la familia, quien me pone delante un plato de arroz amarillo salteado con sardinas ahumadas y aguacate.
Hace falta yuca para la comida de esta noche. La yuca fue sembrada en la ladera de una montaña vecina por Yandi y Nené, luego de limpiar el monte virgen con machetes y motosierras. Hasta allá, por donde entran las nubes a esta suerte de cañón, vamos a sacar las benditas yucas, por un trillo de altibajos que a veces se pasa de peligroso.
Sigue lloviendo, Yandi y Nené regresan con más leña a cuestas; Merengue, Liubis y yo traemos sacos con algo de yuca a la espalda. Ya hemos armado toda una comitiva para el viaje a Explanada de Duaba. Como Odaimis está mejor, dice Nené que irá; Yandi también. Yímer dirá luego que sí.
Entre los cacahuales se escucha la voz chillona de Nené, que improvisa a gritos bajo la lluvia y bajo los troncos de su hombro, que luego serán leña. Se come descaradamente las eses para que todo encaje: «Mañana por la mañana, / pero no de mañanita, / yo me voy para Explanada / a llevar al periodiiiiitaaaa»
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Joel Ortiz Avilés dijo:
1
12 de noviembre de 2024
08:42:25
Jose A morales Matos dijo:
2
18 de noviembre de 2024
08:06:47
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