ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
El monumento al pensador y escritor cubano José Martí, del escultor mexicano Ernesto E. Tamariz Galicia, fue renovado en 2020. Una réplica de esta obra se encuentra ubicada en las inmediaciones del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba Foto: MINREX

Un año atrás, en ocasión del aniversario 167 del natalicio de José Martí, escribí acerca de la vigencia del ensayo  Los pinos nuevos; que tuvieron como principales destinatarios a los estudiantes, a quienes he tenido la satisfacción de acompañar durante años de ejercicio docente, en especial, a los más recientes de la carrera de Comunicación Social, con quienes, desde el primer encuentro, compartí ese magnífico y emotivo ensayo martiano.

Días después, motivados por mi escrito, en ocasión del 28 de enero, muchos de ellos se interesaron por los detalles de la estatua realizada por el escultor mexicano Ernesto E. Tamariz Galicia, ubicada a la entrada del Centro Cultural José Martí, muy cerca del Palacio de Bellas Artes, en la Ciudad de México.

Y por esas coincidencias, que en no pocas ocasiones ocurren, sobre todo, cuando de temas martianos se trata, también habría de escribirme el arquitecto y profesor Roberto Moro, para comentarme que en el año 1976 tuvo la oportunidad de visitar al escultor Tamariz en su taller, para concertar la colocación final de la estatua a la entrada del centro cultural mencionado y para el consenso de que el color verde olivo sería el apropiado para el barniz de todo su revestimiento.

Supe también, por este colega, que una réplica, a escala pequeña, de esa hermosa escultura, se encuentra ubicada en los jardines del Ministerio de Relaciones Exteriores de la República de Cuba, detalles todos que me dieron la oportunidad de socializar con los estudiantes vivencias y emociones de aquel memorable encuentro con la presencia martiana y con la impronta cultural de Cuba en la tierra de otro prócer de las gestas libertarias americanas, Benito Juárez.

Imposible es disertar de temas referentes a la cultura, al sentimiento de nación e identidad, a los valores, desde la perspectiva de lo que actualmente se ha resemantizado con el término sociocultural, sin la consulta previa, lectura o referencia de la obra martiana, porque el pensamiento humanista de José Martí ha sido, y es, eje cardinal de un magisterio de universal dimensión pedagógica y axiológica.

Su visión de la utilidad de la virtud y del mejoramiento humano, presente está en toda su producción literaria, desde los preceptos y el refinamiento del Modernismo; también está en su apasionada oratoria y en su fundacional periodismo revolucionario, cuyo mejor exponente es el periódico Patria.

Este 28 de enero marca el aniversario 168 del natalicio del Maestro, quien concluyera la presentación del primer número de su revista educativa La Edad de Oro con el delicado y amoroso empeño de que los niños de América llegasen a expresar: ¡Este hombre de La Edad de Oro fue mi amigo!

Para el aniversario del presente 2021, los medios de comunicación anunciaron que ese día las Cataratas del Niágara se iluminarían con los tres colores de la bandera cubana.

Retomando coincidencias, que perfectamente comulgan con el misterio recurrente lezamiano en torno a lo martiano que siempre marcha con nosotros, imposible sería la omisión de que, en ocasión de cumplirse medio siglo de la muerte del Cantor del Niágara, el 30 de noviembre de 1889, en el Harmand Hall, de Nueva York, el orador de excepcional palabra y sagaz periodismo patriótico que fuera Martí, pronunciara el discurso que, sin lugar a duda, sería –y continúa siendo– el mejor alegato vindicador del poeta José María Heredia.

Si bien anteriormente, en 1875, Martí ya había escrito su ensayo Heredia, para la Revista Universal de México; y en 1888, otro trabajo de igual nombre, para El Economista Americano, de Nueva York, el discurso destinado a la recaudación de fondos para las «fiestas heredianas» y para la compra de la casa natal en Santiago de Cuba, impacta por la agudeza y la pulcritud valorativa, literaria, ética y estética con que elevaba y enaltecía la figura del poeta que, enfermo, transido del dolor por el destierro y por la censura de la época, moriría lejos de la tierra a la que había cantado con el esplendor de su paisaje y con la emoción de la rebeldía:

«Yo no vengo aquí como juez, a ver cómo se juntaron en él la educación clásica y francesa, el fuego de su alma, y la época, accidentes y lugares de su vida; ni en qué le aceleraron el genio la enseñanza de su padre y la odisea de su niñez; ni qué es lo suyo, o lo de reflejo, en sus versos famosos; ni apuntar con dedo inclemente la hora en que, privada su alma de los empleos sumos, repitió en cantos menos felices sus ideas primeras, por hábito de producir, o necesidad de expresarse, o gratitud al pueblo que lo hospedaba, o por obligación política. Yo vengo aquí como hijo desesperado y amoroso, a recordar brevemente, sin más notas que las que manda a poner la gloria, la vida del que cantó, con majestad desconocida, a la mujer, al peligro y a las palmas».

Cuando este 28 de enero la tarja de José María Heredia, el Cantor del Niágara, se iluminó con los colores de la insignia de la nación, que siempre llevó en su alma, marcada por el dolor del destierro y la distancia, cayeron, en torrente recurrente, las palabras de José Martí pronunciadas en su homenaje, en 1889, en esa inexplicable comunión que bien sabremos comprender los que, desde niños, hemos amado profundamente su obra, en el privilegio sagrado e infinito de sabernos su amigo:

«“¡Heredia!”, dijo la América entera; y lo saludaron con sus cascos de piedra las estatuas de los emperadores mexicanos, con sus volcanes Centro América, con sus palmeros Brasil, con el mar de sus pampas la Argentina; el araucano con sus lanzas. ¿Y nosotros, culpables, cómo lo saludaremos? ¡Danos, oh padre, virtud suficiente para que nos lloren mujeres de nuestro tiempo, como te lloraron a ti las mujeres del tuyo; o haznos perecer en uno de los cataclismos que tú amabas, si no hemos de saber ser dignos de ti!».

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