La gracia de la pequeña bailarina, dibujada en un cuento de Andersen, se destaca y desprende del círculo de la danza –categoría más coral y sacra– como la estrella del remolino girador. Las más delicadas relaciones se establecen entre la figura y el coro, que a su vez se fragmenta, se desenlaza o une, en el punto en que todo inicio se hace posible. Se entra como clandestinamente a sorprender a las ninfas en ese juego de esencias, con la única visión que nos ha sido dada de la diversidad naciente, a ese juego en que fingen ocuparse de un argumento escénico, cuando en realidad se sabe que están en otra cosa, redimiéndonos de las relaciones arbitrarias, de los movimientos triviales y fortuitos, con los pasos necesarios y las relaciones justicieras y bellas. Parece que quisieran revelar ese hechizo como de bosque de los encuentros y de las despedidas, lo que media entre el movimiento y el reposo, entre la libertad y la mesura, la gracia de un equilibrio sorprendente. Parece que ella proporcionara sus unilaterales desmesuras, y que el coro la animase a entrar y a salir de él, a hacer lo igual de otra manera, a ser un grado más audaz de su obediencia, suspensas ante ese movimiento que ya expresa, que está en trance de volverse palabra, de escapar a sus giros simétricos para iniciar como la línea de la melodía, el «solo» de su flauta.
¿Quién nos conduce tan impunemente al reino de las fábulas? No es el baile campestre a lo Watteau ni el cortesano o palaciego. Parece que su acierto fuera el de traer el hálito de lo libre, el giro de las hojas y las aguas, a un espacio cerrado, que les impone un reto y una medida, y asistiéramos al diálogo de sus mutuas intimidades a lo Degás, cierto encanto entre campestre y urbano, y que un polvillo estelar tocase oblicuamente los tablones del teatro, y manchones lunares convirtiesen en caído aerolito un fragmento de hombro o un velo que se aleja.
La ordenada gracia del «cuerpo de baile» es la del siglo de Laplace y del descubrimiento de las distancias medias invariables entre las estrellas (...). La Duncan, inspirándose en ellas, tenía su escuela de danza a la orilla de la mar para que sus danzarinas, vestidas de bacantes, copiasen los movimientos de las aguas, su freno y desenfreno rítmicos, enorgulleciéndose de poder bailar un verso de Walt Whitman lo mismo que una silla (...). A las verdaderas danzarinas se las reconoce tanto por su identificación con la gracia más natural y ondulante como por su modo de incorporar al movimiento la quietud y convertir el reposo también en algo danzario, en un secreto del movimiento. Cuando Alicia, después de un prodigioso giro, reposa, toda su figura alcanza una peculiar plenitud. La diestra bailarina puede imitar sus giros de mariposa en la luz, pero no la difícil madurez de su gracia en el reposo. El hecho de que nuestra escuela de danza pudiera nacer y desarrollarse en las condiciones más adversas, en medio de una tiranía, no es solo un triunfo artístico sino una lección revolucionaria. Recordamos que para los hebreos la belleza del orden estelar era ya una batalla ganada a la injusticia: «Y las estrellas, permaneciendo en su orden, combatieron a Sísara»(…).
Parece que danzar no hiciera falta, hasta que su misma gratuidad nos sorprende con un paso que asume en mayor medida que los otros el perfil de lo bello y de lo necesario.
He visto danzar nada más que unas pocas veces en toda mi vida (descuento la destreza de los muchos), y de ellas una fue a un humilde mimo de nuestra farándula. Su baile mínimo, con prodigios de invención y gracia, duraba segundos, y cada movimiento era irrepetible. La atención más aguzada no podía precisar qué hacía, el raro arabesco de su dibujo en el mosaico, la rápida sátira de sus risueños pasillos. Parecía un baile inventado por una abeja, por un zunzún. Aquello era una esencia nuestra. Cuando se produce ese pequeño milagro no importa ya que se trate de un baile popular o cortesano, de una danza clásica o moderna, porque se evidencia que para un genuino genio danzario resultan por igual materias primas, resistencias inertes, medios que es preciso atravesar para lograr otra cosa que ya no tiene que ver con ellos.
Una línea de genuina inspiración nacional podría trazarse desde aquel bailarín popular, modesto individualista, hasta nuestra estelar Alicia, creadora ya de toda una escuela nuestra de danza. Con inmensa emoción la hemos visto bailar, preguntándonos también por el secreto de esa misteriosa medida, de esa gracia mediadora entre lo idéntico y lo distinto, ese saber que el baile tiene que subir de los pies y alcanzar el alma expresada en el rostro. Logro lento, la plasticidad del perfil: también con él se baila. Cuando se alcanza la gravitación de un centro, se hace natural un círculo de creciente circunferencia: una escuela es eso. Recientemente vimos bailar, con asombro, a una de sus más jóvenes discípulas: ninguno de sus gestos imitaba a su ejemplar modelo, lo que es la prueba de la importancia de que ese modelo existiese. Aquella joven hacía algo más que bailar: creaba una atmósfera en torno, volvía a ser la inmensa sugestión de la belleza. Y es que lo perfecto genera ley. Una vez que la naturaleza, después de quién sabe cuánto tanteo insuficiente, logró la forma de una orquídea, los ojos de terciopelo humano de una llama andina, se detuvo e hizo posible la irradiación de su serie, la gama de sus más ricas diferencias. Lo propio de todo modelo acabado es engendrar una sucesión independiente. Como al inicio de la primavera, toda auténtica fuerza crea un crecimiento simultáneo. La torpeza de los no-creadores quisiera hacer consistir la originalidad en una aparatosa excepción, en una brusca ruptura, cuando ella es un reinicio melodioso. Sin generosidad, no hay que ser auténtico, porque el ser es lo que irradia. Una escuela es algo más que negar lo que precedió o inventar algo insólito: no ha de ser menos que la luz, que es un comienzo y una reminiscencia. Se sabe que un afta nuevo ha comenzado no porque el sol alumbre de otro modo o de otro modo cante el pájaro en la rama, sino porque un ciclo ha redondeado su giro para reencontrarse en una gentileza nueva. (Tomado del libro La danza en la órbita de Orígenes).
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Jose D Monge dijo:
1
19 de octubre de 2019
01:51:34
Lina dijo:
2
19 de octubre de 2019
20:13:37
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