Lo que tiene a Cuba quieta y expectante es la comprensión de la tragedia en curso, de lo mucho que está en juego, lo humano, que es la prioridad; y lo material, con profundo peso para el país ahora mismo.
En la Base de Supertanqueros, en la zona industrial, unos kilómetros a las afueras de la ciudad, hay también silencio. El reparto Dubrocq, el más cercano a esa área, tiene todas sus puertas cerradas, los vecinos han sido evacuados.
Los carros de bomberos, las pipas de agua, los carros con oficiales pasan a toda velocidad y rompen la quietud de la carretera desolada. Basta subir los ojos al cielo para confirmar que la columna de humo crece y crece, y se hace más negra y amenazante a cada minuto.
Muy cerca de los tanques incendiados, todo lo que la prudencia amerita llegar, se siente el crepitar del fuego; y cada centímetro de la piel alerta del peligro que se acrecienta con cada llamarada roja intensa.
El instinto de supervivencia grita: «apártate», pero hay quienes en contra de ese llamado se acercan, tienen que hacerlo, al epicentro de la amenaza, para intentar aplacarla.





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