El edificio del Museo de Bomberos de Matanzas tiene tres inmensas entradas. Hoy la del medio permanece cerrada. De las dos que quedan, por una se entra y por la otra se sale.
Justo en la esquina de la Plaza de la Vigía la fila de personas se hace estrecha, de una en una. Al entrar a la Estación, a la derecha, están las velas, muchas encendidas, algunas ya gastadas.
La trayectoria describe un semicírculo. Otra vez a la derecha están las flores, las fotos, más flores, y las 14 pequeñas cajas que guardan los restos, las banderas cubanas abrazándolas; atrás, las familias.
Pero en el tiempo del tributo poco se percibe de eso, apenas flashazos. Más que mirar, se siente, tristeza, dolor y amor, mucho amor.
¿Qué puede hacer una, mínima, cobarde, frente a esos restos sin nombre establecido, pero con uno inmenso: Cuba? ¿Qué hacer ante esos rostros eternos en sus vidas truncas, hermosos, afables?
Envidia de los militares que pueden saludar, de los socorristas que se ponen de rodillas. Vergüenza de las manos vacías, que no encontraron ni una flor. No queda más que llevarse la mano al lado izquierdo del pecho y decir para los adentros: «gracias».
En menos, mucho menos de un minuto ya se está afuera del Museo. Y entonces viene el vacío y el ¿ya? y el ¿es suficiente? Se llora. Y se empieza a entender que parte del duelo es también la culpa y el agradecimiento de estar vivos.







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