Bien
lo sabemos. A Fina no le gustan los homenajes, las contemplaciones,
los grandes escenarios. Su estatura intelectual, que se ubica en una
de las más altas voces de las letras hispanas actuales, se resguarda
en un ser esencialmente sencillo.
Pero llega a 90 años de feliz existencia y no es posible
guardarnos el elogio para honrar a esta singular intelectual cubana
que no por azar formó parte de la generación de vanguardia
origenista, liderada por José Lezama Lima, y con mucho acierto ha
merecido, entre una larga lista de ellos, el reconocimiento de
importantes galardones como la Orden José Martí, recibida de manos
del General de Ejército Raúl Castro —también otorgada a Cintio
Vitier, su compañero en la vida y en los rumbos intelectuales
emprendidos, como la faena investigativa en la Biblioteca Nacional y
el proyecto de la Edición Crítica de la obra del Apóstol, en el
Centro de Estudios Martianos—; el Premio Nacional de Literatura y el
Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.
No creo que haya mejor manera de enaltecer a esta extraordinaria
poetisa nuestra —que trajo al mundo para gloria de la Patria a dos
de los más altos exponentes de la música cubana, José María y
Sergio— que agradeciendo su presencia, elocuentísima a pesar de sus
humildes silencios, aprendiendo de su ejemplaridad y disfrutando su
obra.
Mucho nuevo tiene todavía Fina que decirnos, pero mucho también
de lo que ha dicho, si no queremos perdernos imprescindibles
enseñanzas en torno a la creación artística, tiene que ser
revisitado. En tiempos en que la poesía, que nos hace mejores, es
tan necesaria, sería muy útil acercarnos conscientemente a la
ensayística de la Marruz, verdadero tratado del que ha sido
considerado por muchos el género mayor.
No creo que quien se asome a su artículo Hablar de la poesía,
para buscar esclarecimientos acerca de ese misterio que Gustavo
Adolfo Bécquer comparó con una mujer, pueda albergar alguna duda, al
menos en los tópicos que ella esgrime. Porque si bien la autora
refirió sus experiencias frente a la página en blanco, también se
perciben en sus juicios las voces de los poetas del mundo.
Quien se aventure a leerlo —incluso los que ya lo conozcan— no
hallarán en el texto esas calladas maneras a que Fina nos ha
acostumbrado, exentas siempre de protagonismo. Está ella toda,
desplegada en su grandeza, tocando con imperiosa profundidad las más
simples y elementales dimensiones humanas.
Allí apunta, en hondísimos razonamientos, al taller espiritual
que habita en los que felizmente padecen esas urgencias del alma de
las que le habló Gabriela Mistral, y valida el vacío que esculpe a
las palabras mientras un silencio se retira y a la vez conduce el
hilo del canto. "El silencio es en la poesía, como en la naturaleza,
un medio de expresión. La poesía vive de silencios, y lo más
importante es, quizás, ese momento en que el pulso se detiene y va a
la otra línea de abajo".
Allí hablará del silencio y de sus insospechados alcances, para
explicar precisamente asuntos literarios y nos hará entender con la
fuerza de sus argumentos esos ruidos fuertes que la mudez es capaz
de transmitir. Y será en sus disertaciones tanta voz y tanta luz,
que bastará para que nos expliquemos por qué su talla humana e
intelectual, sin presunciones ni aparentes protagonismos, nos deja
siempre esa impresión de altura.