España comenzó a atraer mano de obra barata desde Asia poco
tiempo después de que Inglaterra promoviera la contratación de
inmigrantes, como vía para sustituir a los esclavos en las
plantaciones azucareras de sus dominios coloniales.
La metrópoli ibérica, que regía entonces el destino de la Mayor
de las Antillas, ya había firmado varios tratados en ese sentido con
los ingleses desde 1817. Pero no fue hasta 1844 que la Real Junta de
Fomento de La Habana y los señores Zulueta y Compañía enviaron
agentes a China para estudiar al obrero agrícola que atendía las
siembras de algodón, arroz, té y trigo.
El Tratado de Nanking había permitido a Inglaterra poseer como
colonia los territorios de Hong Kong y abrir los puertos de Cantón,
Fuchién, Amoy, Ningpo y Shangai, mientras autorizaba a ciudadanos de
aquellas tierras a trabajar en países de ultramar.
Así, cientos de hombres dejaron a sus familias en el gigante
asiático con la ilusión de ganarse la vida en el Nuevo Mundo, pero
el destino fue cruel con ellos. Al ser reclutado por agencias
comerciales establecidas en Macao y Hong Kong, el inmigrante chino,
o culí, era obligado a permanecer encerrado en barracones hasta que
lo condujeran al buque que lo transportaría a América. Desde ese
momento su existencia —trocada en mercancía— dependería de su
capacidad para resistir inhumanas condiciones de viaje.
Cada culí tenía que firmar un contrato que establecía su
subordinación a un mismo patrón durante ocho años consecutivos, por
un salario mensual de cuatro pesos de plata mexicana, una cuota de
alimentos y medicinas en caso de enfermedad. Concluido dicho
periodo, dispondrían de 60 días para regresar a su país por cuenta
propia o buscarse un nuevo empleador.
Sin embargo, tras pisar el suelo cubano los culíes eran tratados
como animales. Los conducían a la localidad habanera de Regla, desde
donde podían contemplar la ciudad sin salir de los malolientes
depósitos en los que esperaban a que algún rico hacendado los
comprara por un precio de entre 60 y 160 pesos, según su potencial
físico y sus habilidades. Tenían que soportar extenuantes jornadas
de 12 horas, además de realizar servicio doméstico.
Según registros históricos, la mayoría de los culíes fueron
incorporados a trabajos agrícolas en ingenios azucareros, cafetales
y vegas de tabaco. A otros los condujeron hacia las minas de la zona
oriental del país o a los puertos y fábricas de la capital.
Reglamentos establecidos por la Corona española incluían castigos
corporales en caso de desobediencia, pudiendo recibir 12 latigazos
si se había desobedecido la voz de un superior y 18 por reincidir. Y
si se fugaban, los rancheadores tenían permiso para cazarlos,
recibiendo por ello un pago que se descontaba del salario de los
aprehendidos.
Para algunos historiadores, la vida de estos inmigrantes fue una
expresión mal disimulada de esclavitud colonial, tan inhumana como
la sufrida por los africanos. De ahí que muchos se unieran
espontáneamente a los movimientos independentistas de fines de
siglo. ¿Qué otra cosa podían hacer sino enfrentarse al poder
colonial que tanto los había sometido?
Junto a los cubanos y desde la clandestinidad, los descendientes
chinos se enfrentaron a décadas de gobiernos corruptos y represión.
Incluso, algunos pelearon en la Sierra Maestra junto al Ejército
Rebelde.
Tras el triunfo de 1959, China fue de los primeros países en
brindar apoyo al proyecto revolucionario encabezado por el
Comandante en Jefe Fidel Castro, y desde entonces las relaciones de
amistad y colaboración socioeconómica, política y cultural entre
ambas naciones se han fortalecido.