Amán se escapa de los 80

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

Como un duende felizmente atribulado, Juan R. va de un lado a otro de la ciudad. Anda por estos días resolviendo los mil y un detalles de la puesta en escena de una abreviada —por limitaciones de recursos técnicos— Cecilia Valdés, con la que el Teatro Lírico Nacional aportará una nota de color, en la Plaza de la Catedral habanera, al cierre de Cubadisco 2012.

La Cecilia, de Roig, una de las grandes pasiones de Amán.

Varios enigmas deja este hombre, de cuerpo magro pero energizado e inquieto, en el camino. ¿Edad? Se dice que este 6 de mayo llega a los 80 años, sin embargo nadie ha visto su Carné de Identidad. La R. es otra incógnita: ¿Ramón, como asegura la ficha del Consejo Nacional de las Artes Plásticas o Rodolfo, nombre que le dieron sus padres? En los créditos se inscribe como Juan R. Amán. Pero todos le dicen Yoni. Posee el don de la ubicuidad. Lo mismo batalla con los hábitos poco teatrales de los cantantes líricos, que imparte una clase, o asiste a las representaciones de sus colegas, o aplaude a uno de los suyos en una velada conmemorativa. Y no deja de estar al día en cuanto a estrenos mundiales, autores jóvenes, lo último del musical y las novedades del talento que se avecina.

En todo caso, ahora que parece cierto que doblará por la esquina de su octava década de vida con aires de triunfo, vale recordar lo que siempre muchos hemos sabido y pocos —creo que Amadito del Pino es la excepción de la regla— hemos dicho: Juan R. Amán es uno de los directores más tenaces, quijotescos y consecuentes de la escena cubana contemporánea.

Algunos lo recuerdan en los días fundacionales de las Brigadas Covarrubias, cuando la Revolución le dio vida popular al mejor teatro: otros, como Pancho García, el último de nuestros Premios Nacionales de Teatro, le agradecen su magisterio; Pancho no olvida su dirección de El burgués gentilhombre, de Molière, cuando todavía él era un aficionado. Quien esto escribe lo tiene en un recodo de la memoria del Centro Dramático de Las Villas de los años sesenta: si no me equivoco, a él se debe el memorable estreno de El corsario y la abadesa, de Brene, protagonizado por Pedro Posada y Aida Conde y en el que Antonia Stuart, sí, la inefable productora de artes plásticas, sobrevolaba a los espectadores. Y fue un adelantado, con aquel colectivo cienfueguero, en dar a conocer en Cuba la obra del suizo Friedrich Dürrenmatt, Frank V.

A estas alturas sería oportuno que su puesta de La bohème, de Puccini, de 1997 —le valió el Premio Villanueva de la crítica teatral— se estudie como paradigma de actualización dramatúrgica de un montaje operático.

No hay otro modo de decirlo: Yoni, Amán, Juan R., como quiera que lo nombren, sigue siendo necesario.

 

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