Cuando conocí a Ramón Saúl Sánchez, a principios de 1995, este 
			ganaba notoriedad en el ambiente político de Miami a través de una 
			variante de pacifismo algo sui géneris, nacida en no menos 
			sui géneris e inexplicables circunstancias.
			La ciudad estaba en crisis. En el mes de mayo se habían firmado 
			los acuerdos migratorios que permitirían la emigración, de manera 
			segura, a veinte mil cubanos cada año. El gheto explotó. Quienes 
			hasta unos días antes defendían el derecho de los cubanos en la isla 
			a jugarse la vida en frágiles balsas para alcanzar la tierra 
			prometida, se rebelaban ahora cuando la tierra prometida se abría a 
			los de allá, permitiéndoles la inmigración sin arriesgar sus vidas.
			Cómo los supuestos defensores del derecho de los balseros a la 
			"libertad", se convirtieron repentinamente en fieros opositores a 
			que sus defendidos alcanzaran la susodicha "libertad" cómodamente, 
			en un avión, es lo que haría, para cualquier persona racional, 
			inexplicables las circunstancias; pero eso es tema para otro ensayo 
			de pespuntes sociológicos.
			El caso es que en medio del caos, de los embotellamientos de 
			autopistas y otras manifestaciones de protesta generadas por los 
			acuerdos migratorios, Ramoncito —para sus amigos— resucitó a la vida 
			pública tras un retiro en prisión, donde había cumplido condena por 
			negarse a testificar en relación con los crímenes en que había 
			tomado parte —incluyendo el asesinato de diplomáticos cubanos—, como 
			miembro de las organizaciones Abdala y Omega-7.
			En aquellas protestas y disturbios callejeros se inspiró el 
			método del pacifismo sui géneris a que me refería antes: pero 
			lo que lo hacía sui géneris era en realidad el propósito: 
			crear un incidente internacional entre Cuba y Estados Unidos que 
			luego pudiera escalar en una confrontación armada. De ahí surgieron 
			las cacareadas "flo-tillas": meras irrupciones ilegales en Cuba en 
			embarcaciones con matrícula norteamericana, reclamando un hipócrita 
			y pretendido derecho al retorno que todavía, en el 2004, es negado 
			por el gobierno norteamericano sin que sean muchos los que se 
			quejen. (Esto sería también tema de otro artículo).
			El éxito propagandístico de la primera flotilla —efectuada en 
			julio de 1995— elevó la popularidad de Ramoncito en un gheto escaso 
			de héroes, impidiéndole aceptar el estrepitoso fracaso de las que le 
			siguieran en septiembre y noviembre del mismo año. Fue así que nos 
			vimos, meses después, reunidos alrededor de un mapa mientras 
			planificábamos otro ambicioso fracaso: una provocación simultánea 
			por tres puntos distintos de Cuba, en esta ocasión con desembarco 
			incluido.
			Uno de los puntos de desembarco estaría localizado en los 
			alrededores de Nipe, y mientras identificábamos en la carta los 
			posibles puntos de contingencia el dedo de Ramón Saúl se detuvo en 
			el símbolo de un barco hundido, no lejos de Cayo Guincho, al norte 
			de Ciego de Ávila. Rompiendo su habitual reserva —lo que ahora 
			supongo lamentará— confesó algo divertido:
			—Ese barco fue el que hundimos nosotros.
			A continuación le escuchamos describir cómo en los años setenta, 
			como parte de un grupo de asalto, tomaron el barco en la noche y, 
			dejando a los tripulantes en un bote a la deriva, le prendieron 
			fuego para hacerlo zozobrar.
			En aquellos tiempos era visita ocasional, en aquel oasis del 
			pacifismo que eran las oficinas del Movimiento Democracia, un señor 
			alto y canoso, algo sobre los cincuenta, de quien Ramón decía que 
			era "un patriota de verdad, de los buenos" a quien "por razones 
			tácticas" no convenía vincular mucho al grupo pacifista. El maestro 
			—como también le llamaba Ramoncito— fue figura que fue y vino hasta 
			que dejé de verlo, al menos por un tiempo, cuando me arrestaron.
			La próxima vez que le vi fue en una fotografía, a propósito del 
			grupo de Miami que formaría la comisión de apoyo en favor de Luis 
			Posada Carriles y los otros tres terroristas procesados en Panamá. 
			Reynold Rodríguez —El Maestro, según Ramón Saúl Sánchez— era uno de 
			aquellos.
			El 11 de septiembre del 2001 los Estados Unidos de América —o 
			América, así a secas, como les gusta llamarse a sí mismos— 
			descubrieron el terrorismo. (O perdieron su inocencia, al decir del 
			idiota ilustrado al servicio de algún medio imperial que acuñó la 
			frase).
			Parecería que en la ola indiscriminada de represión doméstica que 
			siguió no quedaría terrorista suelto en América. Después de todo 
			miles de inocentes fueron desaparecidos de la vista pública por 
			razones mucho más triviales, tales como su origen étnico.
			Fue así que la ley tocó a la puerta de Ramón Saúl, y sus 
			antecedentes terroristas le colocaron en conflicto con el Acta 
			Patriótica. Pronto supimos que podría correr la suerte que, según el 
			presidente, el país tenía reservada a quienes se dedicaban al 
			terrorismo —o sea, a personas como Ramoncito— y los cables nos 
			dijeron que sería sometido a un proceso del que dependería su 
			estancia en América, la imperial, así a secas.
			Demasiado pedir. Creer que el gobierno norteamericano trataría a 
			sus terroristas como unos terroristas cualesquiera sería como 
			creerse el cuento cursi de la perdida inocencia.
			Ramón Saúl Sánchez se queda; como se quedan su maestro Reynold, 
			Posada y tantos más. El terrorismo contra Cuba seguirá siendo un 
			secreto bien guardado por cualquier "prensa libre" que se respete. 
			Nuestras víctimas no habrán existido, tal y como ahora mismo 
			desaparecen diariamente, enterradas por una indiferencia criminal, 
			las víctimas inocentes en Iraq o en Palestina.
			Pero no desaparecerá como una víctima más, Cuba. Al imperio 
			suicida que lo intente se lo tragará la moral de nuestro pueblo y en 
			esa, su aventura final, entonarán el canto del cisne, junto al 
			imperio que los parió, sus terroristas y el abominable crimen contra 
			la humanidad que es el terrorismo.