 PUERTO 
			PRÍNCIPE.— Tiene el cuerpo diminuto, los puños siempre cerrados y 
			los pies descalzos. Nada es tan triste como su llanto constante y su 
			incapacidad para sostener la cabeza. A veces sonríe y su cara 
			redonda se ilumina. Es un acto reflejo, la parálisis cerebral 
			espástica que sufre le impide reconocer la alegría. Daniel Pierre 
			solo tiene un año y tres meses.
PUERTO 
			PRÍNCIPE.— Tiene el cuerpo diminuto, los puños siempre cerrados y 
			los pies descalzos. Nada es tan triste como su llanto constante y su 
			incapacidad para sostener la cabeza. A veces sonríe y su cara 
			redonda se ilumina. Es un acto reflejo, la parálisis cerebral 
			espástica que sufre le impide reconocer la alegría. Daniel Pierre 
			solo tiene un año y tres meses. 
			Cada mañana su madre lo lleva en brazos a la Sala de Fisioterapia 
			del Hospital La Renaissance, donde trabajan una doctora y cinco 
			fisioterapeutas cubanos. Desde hace varios meses el pequeño recibe 
			la rehabilitación de los técnicos para que, quizás algún día, pueda 
			correr, sonreír, estudiar y ayudar a su familia como otros chicos. 
			La invalidez le ha retardado también el habla, pero Daniel se 
			comunica con la mirada. Sus grandes ojos negros dicen que es fuerte 
			y que va a resistir el tratamiento aunque le duela. 
			Junto al técnico Edisbel García la madre se sienta en el colchón 
			para aprender los ejercicios que, en la tarde, deberá hacerle a su 
			bebé, el más pequeño de sus cuatro hijos. Sabe que mientras más 
			temprano comience la rehabilitación mayores posibilidades tendrá 
			Daniel de ser independiente cuando crezca. No debe ser fácil para 
			ella pero no le pregunto porque de fuerzas va lleno ese sentimiento.
			
			La sesión comienza con la inhibición, método que relaja los 
			músculos porque el niño tiene un fuerte tono muscular. Primero los 
			piececitos descalzos, luego la flexión de las rodillas, abrirle y 
			cerrarle los deditos de las manos, extenderle los brazos, sentarlo, 
			levantarlo, moverle la cabeza y, de vez en cuando, acariciarle el 
			rostro para que cesen las lágrimas y entienda que todo es por su 
			bien. Media hora después se siente alguna mejoría, la madre lo acoge 
			nuevamente en su regazo. 
			Absorta en la terapia me percato de que la sala está repleta de 
			pacientes. Dos criaturas, una de 28 días con parálisis braquial 
			obstétrica y otra de nueve meses con la Enfermedad de Little 
			(también diplejía espástica), son atendidas; en la camilla una joven 
			recibe fisioterapia para su antebrazo derecho rescatado de los 
			escombros de la Iglesia San Juan cuando el terremoto; más atrás un 
			señor de unos 60 años ejercita su pierna izquierda frente al espejo.
			
			A pesar de las precarias condiciones los pacientes son 
			disciplinados, me asegura Alexander Riñag, otro de los técnicos. 
			Intentamos incorporarlos a la sociedad con un máximo de capacidad y 
			un mínimo de impedimento, responde a la pregunta de los objetivos.
			
			Me quedo observando el trabajo en la sala y veo a lo lejos, 
			saliendo de entre la fila de pacientes, a la madre de Daniel. Solo 
			logro verle los pies y, como en ráfaga de pensamiento, recuerdo los 
			versos de la chilena Gabriela Mistral: 
			Piececitos de niño/dos joyitas sufrientes/¡cómo pasan sin 
			veros las gentes!