En esta exposición, bajo la curadoría de Elsa Vega, podemos
apreciar transformaciones germinadas en largos procesos de búsqueda
y experimentación por quien es hoy uno de los más caros exponentes
del género, filtrados inteligentemente por el tiempo y la distancia.
Girasoles
para Van Gogh (2011), de Rigoberto Mena.
En estas obras de gran formato comienza a desdibujarse lo
arquitectónico y urbano tantas veces expresado por Mena en etapas
anteriores —y por lo que ha sido reconocido en la escena artística
nacional y fuera de esta— aunque no deja de asombrarnos la
persistencia de algunos de sus rasgos constitutivos. Así, la ciudad
se va alejando cada vez más del controvertido universo de sus
obsesiones mientras se abre paso un cosmos inédito, un firmamento
decorado con mucho más misterio y estrellas, más cercano a la
inmensidad del cielo que a la materialidad de la tierra, más dado a
la levedad del aire que a los obligados encontronazos de la piedra.
Estos nuevos lienzos de Mena actúan como mensajeros de una
libertad inherente a toda existencia humana. Su primordial interés
apunta con fuerza al hallazgo de cuanto ha de alimentar la creación
misma, y en ese apasionante recorrido por la vida material y
espiritual del hombre llega hasta el fondo de muchas de sus unidades
primigenias, básicas, ordenadoras en última instancia del
funcionamiento del cuerpo.
Mena ha ido de lo macro urbano a lo micro anatómico, de las
sólidas racionalidades arquitectónicas a la mutabilidad de lo
gestual sin necesidad de desgarramientos, fisuras, traumas. Este
viaje —este viraje también podría decir— es el resultado de
introspecciones y meditaciones constantes, diarias, alejadas del
mundanal ruido que hoy amenaza no solo la convivencia ciudadana sino
también la creación en su sentido general.
Tampoco se somete a los dictados de una búsqueda afanosa del
color, como podría esperarse quizás de un pintor cubano subordinado
a las intensidades de la luz en esta parte del planeta. De su
instrumental expresivo surgen constantemente otras gamas, en
especial grises, negros, sepias, tierras, e infinitud de
variaciones. Ello lo emparenta de algún modo con las delicadas y
minuciosas tintas del extraordinario Raúl Milián, ese para quien el
mundo, el verdadero mundo de las emociones y sentimientos humanos,
podía abstenerse en realidad de estridencias cromáticas. Aun cuando
la escala diminuta de las cartulinas y papeles de Milián nada tienen
en común con el gigantismo actual de los lienzos de Mena, ambos
proyectan una imagen agraciada de lo que podría considerarse un
artista universal, libre, consagrado por entero al arte sin
apellidos.
Estos grandes formatos que Mena exhibe ahora son una respuesta
sensata, deliberada, a los amplios registros espaciales del Museo
Nacional de Bellas Artes, cuyas paredes y pisos están poblados por
más de mil obras de historia del arte cubano y donde no es fácil
abrirse un camino entre tantas virtudes y cualidades sorprendentes
de lo visual autóctono. En esas grandes telas podemos identificar, a
la vez, pequeños núcleos donde el artista examina texturas, manchas,
profundidad, trazos, letras, palabras, y al mismo tiempo entresacar
significados y alusiones de toda naturaleza y rango. Tales núcleos
conforman una totalidad coherente, unitaria, apta para el disfrute
de lo particular y lo general, al modo de esas obras maestras
construidas desde la Edad Media, el Renacimiento, el Barroco, hasta
finales del siglo XIX. Por ello, no le interesa establecer un foco
específico de atención, una fracción dominante dentro de la obra.
Para él todas y cada una de las partes son importantes, y todas
contribuyen a la conformación de esa atmósfera general liberada de
estratificación y jerarquizaciones: es la plenitud de lo específico
pictórico, de la deificación de la pintura como expresión más alta
de lo genuino y sobrecogedor, sin alianzas lingüísticas tan a la
usanza hoy.
Es la pintura en toda su desnudez, expuesta sin prejuicios, sin
artimañas ni falsas construcciones ideoestéticas, sin redundancia
discursiva ni apoyatura teórica. Es, para decirlo de manera más
simple: pintura.
Recorrer cada una de sus obras, de un lado a otro, sin principio
ni fin, abierta y libremente, es acrecentar la fluidez que ellas en
sí contienen. Si bien en sus obras anteriores la lectura era
frontal, global, de golpe, ahora nos dejamos llevar por el fluir de
la mano, del gesto, del color: estamos tentados de volver una y otra
vez sobre la superficie de la tela cuando nos asalta la duda de
haberla disfrutado cabalmente.
Es un imaginario que discurre ante nuestros ojos —enemigo, entre
otras cosas, del impacto de la luz— trasvestido en la "forma sin
forma", como se lee en uno de los cuadros.
Y los llamo ahora cuadros —palabra desusada en tiempos
postmodernos y pos-postmodernos— aunque también podría llamarlos
retratos de la pintura porque eso son para mí. Mena ha captado
la esencia, las claves históricas de la pintura. Las ha "retratado"
desde el interior de ella y de él mismo, consciente de su tradición
e historia en esta segunda década del siglo XXI.
¿Pintar en el siglo de la telefonía móvil, de la internet, del
3D, de la televisión digital, de los viajes espaciales, de la
nanotecnología, de las redes sociales? Pues sí, nos lo confirma Mena
sin sobresalto alguno y con una alta dosis de placer, deseoso de
contribuir al esplendor de una de las expresiones más lúcidas y
penetrantes de la cultura visual cubana.