Cuando
el único hijo varón de Doña Leonor Pérez Cabrera y Don Mariano Martí
y Navarro, matrimonio de españoles radicados en Cuba, viajó en 1862,
con 9 años de edad, a Caimito de Hanábana, junto a su padre,
nombrado entonces Capitán Juez Pedáneo de esa zona del sur de
Matanzas, mucho más que una imperiosa compañía resultaría de esa
estancia inolvidable.
Harto elocuente es el estado anímico del menor —Pepe—, que
escribe a su madre, de quien ha tenido que separarse durante estos
meses: "Todavía tengo otra cosa en qué entretenerme y pasar el
tiempo, la cosa que le digo es un ‘gallo fino’ que me ha regalado
Don Lucas de Sotolongo, es muy bonito y papá lo cuida mucho, ahora
papá anda buscando quien le corte la cresta y me lo arregle para
pelearlo este año".
Allí, al lado de su padre, a quien le sirve de amanuense para
redactar documentos oficiales, tendrá por vez primera la oportunidad
de escuchar "el murmullo del arroyo manso, los nombres extraños de
la yerbas y las flores y el bosque eterno para contemplar cuando
rompe en él el sol". La naturaleza lo invita ávidamente a su
encuentro. Ha aprendido a montar a caballo. Se aguza con este
contacto la sensibilidad del niño dócil que disfruta como nunca
antes el desvelo de su padre que, como todos los que son buenos, "se
lo quieren dar todo a sus hijos".
Infelizmente no todo lo que al pequeño ofrece la realidad de su
país, contemplada en el lugar, son experiencias gratificantes. La
trata negrera, en toda su magnitud, que desde entonces se le antojó
como "la gran pena del mundo" se le insinúa lo suficientemente
lacerante como para que las huellas que le ha dejado aquella
temporada le definan el rumbo de la vida.
"Quien ha visto azotar a un negro, ¿no se considera para siempre
su deudor? Yo lo vi cuando era niño y todavía no se me ha apagado en
las mejillas la vergüenza... yo lo vi y me juré desde entonces su
defensa."
No podría nunca más apartarse de su propósito: como una línea
fija se perpetuaría su resolución, que se engrosaría cada vez más
con la ola de bestiales maltratos e injusticia social que padecía la
isla por parte del gobierno español.
Despojado injustamente del cargo que desempeña, pierde Mariano el
trabajo y recurre nuevamente a la útil compañía del niño para viajar
a Honduras. Y para que lo ayude en el sustento económico del hogar
lo solicita en no pocas ocasiones, porque constantemente queda
cesante, lo que provoca la inestabilidad de sus estudios.
No lo hace el padre con el ánimo de importunar al primogénito que
halla en los libros la más grande de sus pasiones, aunque para aquel
el estudio solo es un lujo de los que tienen dinero para gastar;
pero en el hogar hay demasiadas precariedades y tiene que recurrir
al niño que en no pocas ocasiones asume, como el jefe de familia que
no es, la manutención de los suyos.
La solicitud paterna le llega a Pepe, que resulta ser siempre el
mejor de los estudiantes de su clase, con severidad propia de un
carácter duro e inflexible que tampoco está dotado de muchos
entendimientos. No obstante, gracias a la generosidad de un amigo
suyo, don Francisco Arazoza, el niño ha podido continuar sus
estudios en el colegio de San Anacleto.
La amistad que entabla con Fermín Valdés Domínguez, y que por la
austera correspondencia de ideales patrióticos y justicieros de
ambos habría de durar toda la vida, lo conduce a un ser decisivo en
la conducta y el rumbo irreversible de su existencia en aras de
conquistarle a Cuba su total independencia: el maestro Rafael María
de Mendive, a quien considera como el padre espiritual por ser quien
le nutre el alma y por hallar en su escuela y su casa el ambiente
independentista del que ya los cubanos no se pueden evadir.
El grito de independencia emitido por Céspedes el 10 de Octubre
no puede silenciarse. En las calles habaneras, donde el despotismo
español se sentía dueño, viven ahora y cada vez más los incidentes
entre criollos y peninsulares. Los voluntarios de la soldadesca
española reprenden a la población con una violencia atroz.
En la casa de Mendive se recitan poemas patrióticos, se conspira
a favor de los insurrectos, se está consolidando allí uno de los
tantos espacios que combatirían, a como fuera posible, el
ignominioso régimen español.
El joven Martí se siente a gusto, más que como un disfrute, por
la necesidad que le inspira su amor patrio, al participar en ese
ambiente rebelde; los padres lo saben y en el hogar hace nido el
temor por el hijo que corre peligro al manifestarse en oposición al
gobierno.
Encuentra el revolucionario que se está gestando una forma de
combatir. La Patria Libre, el periódico que él ha fundado, publica
en el único número que pudo ver la luz el poema épico Abdala,
cuya obvia referencia es la exaltación a la libertad.
Mariano, enceguecido por las penurias materiales que niegan la
solvencia económica a una familia que ha traído al mundo ocho hijos
y que conoce ya el dolor por la pérdida de tres de las niñas, y
temiendo por el destino de Pepe, lo castiga severamente. Entre el
padre y el noble pero rebelde adolescente se ha abierto una brecha,
la incomprensión los aborda entonces y se daña una relación que
recordará años más tarde el joven Martí con expresiones como "la
rudeza de la voz", "los atrevimientos de la mano", "la innoble fusta
levantada", y "las amenazas duras de los padres que olvidan que la
única autoridad es el amor".
Lógico era entonces que a la aspereza que embargaba el hogar, no
tanto por las carencias que traía la inestabilidad laboral del
padre, sino por el clima de disputas constantes debido a las ideas
revolucionarias del hijo, este se sintiera más a gusto en el hogar
de los Mendive, quien le costeaba, con la autorización de Don
Mariano, los estudios de Segunda Enseñanza donde se graduaría de
bachiller y a quien llegó a querer entrañablemente.
Las consecuencias de los actos de José Julián a favor de Cuba lo
conducirán al destierro, "esa casa inmensa en que es la vida
expirar". El dolor infinito, como resumen esas páginas ignominiosas,
descongelará las viejas rencillas y le traerá de vuelta al padre,
que otrora mostró el ceño fruncido y el tono enérgico, aguantando
ahora el llanto que finalmente no logra retener y moja las carnes
llagadas del hijo, que lamenta por sobre todas las cosas el vivísimo
dolor paterno, al intentar colocarle al prisionero las almohadillas
que la madre le ha enviado para impedir el roce del grillete.
"¡(... ) y vio al fin, (...) aquellas aberturas purulentas,
aquellos miembros estrujados, aquella mezcla de sangre y polvo, de
materia y fango, sobre que me hacían apoyar el cuerpo y correr, y
correr! ¡Día amarguísimo aquél! Prendido a aquella masa informe, me
miraba con espanto, envolvía a hurtadillas el vendaje, me volvía a
mirar, y al fin, estrechando febrilmente la pierna triturada, rompió
a llorar! (...). Sollozos desgarradores anudaban su voz."
Vendrá el destierro y con él cinco años de separación. La poca
flor de su vida sobrevendrá por un breve tiempo, no obstante haber
perdido pocos días antes de su reencuentro en México con la familia,
a su hermana Ana, tan querida de su corazón. Ahí, en la estación de
Buenavista lo espera apagadamente Mariano, cuya presencia enlutada
que se ha hecho acompañar de Manuel Mercado, fiel amigo de la
familia, habla por sí sola y le da la noticia.
Pero poco durará la paz; en 1879, con esposa y un hijo, pero sin
ellos, partirá nuevamente hacia España, en calidad de desterrado,
para instalarse después en Estados Unidos y en ese escenario
dedicarse por entero a Cuba y fundar más tarde, después de
ininterrumpidas acciones políticas, enmarcadas en largos años de
lucha, el Partido Revolucionario Cubano, en el que uniría a los
amantes de la libertad de la Patria para llevar a cabo la guerra
necesaria.
Mariano y Leonor saben que el curso de la vida de su hijo no está
junto a ellos. Largos años los separarán de él y en escasísimas
oportunidades podrán otra vez tenerlo cerca.
Mariano enferma y finalmente fallece el 2 de febrero de 1887.
José García, el esposo de Amelia, lo ha atendido como si fuera su
propio padre.
El agradecimiento ante tanta devoción ofrecida por el cuñado que
lo reemplazó en el deber de esos cuidados lo hace escribirle: "No
hubiera querido recibir de otras manos la noticia de la muerte de mi
padre. En la carta de Ud. he sentido su último calor. Si ya Ud. no
fuera hermano mío, por la ternura con que me quiso a mi padre lo
sería." Y dejando muy atrás aquellos tiempos en que las
desavenencias los hicieron presa de conflictos irreconciliables y
alegando no haber tenido tiempo para darle en su vejez las
comodidades de que lo privó "esa austera vida suya", lamenta
haciendo gala de extraordinaria magnanimidad no haber podido
ofrecerle "pruebas públicas y grandes de mi veneración y de mi
cariño".
Y a Fermín le confiesa que con la muerte de su padre una gran
parte suya también ha muerto. "Tú no sabes cómo llegué a quererlo
luego que conocí, bajo su humilde exterior, toda la entereza y
hermosura de su alma. Mis penas, que parecían no poder ser mayores,
lo están siendo, puesto que nunca podré, como quería, amarlo y
ostentarlo de manera que todos lo viesen, y le premiara, en los
últimos años de su vida, aquella enérgica y soberbia virtud que yo
mismo no supe estimar hasta que la mía fue puesta a prueba".
Las diferencias finalmente conciliadas entre José Martí y su
progenitor no podían tener otro desenlace. Para quien tiene
mayúscula talla humana la comprensión y la tolerancia obran en favor
del bien. Por eso, y a pesar de las dicotomías con que algunos
encasillan a los hombres y las circunstancias, no desvariaba Martí
cuando entre las gratas memorias que de este mundo podría llevarse
eligió "la cabellera de plata" de su padre.