Una llega a creer en el poder de la actuación cuando tiene la
posibilidad de conversar con un hombre como Mario Balmaseda.
Despojado de sus personajes, se descubre una persona afable, gentil,
familiar y sensible, muy distante, en realidad, a tantos
protagónicos que desde el escenario y la pantalla grande o chica le
hemos visto representar a lo largo de tantas décadas que ya suman
cinco.
Hará cosa de 70 años el actor nació en La Habana, hijo de una
familia de la mediana burguesía negra que, a no ser por la prima de
su madre, Digna Zapata, quien fuera vedette del Teatro Martí, no
tuvo ningún contacto con el mundo de la interpretación. Sin embargo,
también el destino trabaja de formas misteriosas. De las tres
vocaciones que el actor revela tener —militar, torero y artista—,
venció la última gracias —si se quiere— a la fortuna de haberse
encontrado en el camino a grandes figuras de nuestro teatro.
El propio Balmaseda desempolva sus primeros recuerdos: "Tuve una
vida alucinante hasta los 17 años. Siendo muy niño permanecí en el
circo Santos y Artigas con mi madre que era declamadora. Luego tuve
una crianza burguesa, mi padrastro a quien quise y admiré mucho, era
abogado y estaba a cargo de varios negocios y casinos, lo que nos
daba una buena posición social. Así conocí el mundo del cabaret y
los juegos, aunque pasé por una academia militar y estudié
Construcción en la Escuela de Artes y Oficios, ese mundo nocturno me
fascinaba. Falsifiqué la firma de mi padrastro porque no tenía edad
para ser dealer de ruleta y pedí empleo en el cabaret
Montmartre; ahí trabajé hasta enero del 59.
"Después del triunfo de la Revolución, mi familia abandonó el
país y me quedé solo, perdí el vínculo con casi todas mis amistades.
Se formaron las Milicias y me mandaron de jefe a la Plaza de la
Revolución, ahí entré en contacto con Raquel y Vicente Revuelta,
Mario Limonta, María Elena Molinet, Aurora Basnuevo. Yo era un
muchachito al mando de todos esos grandes actores.
"En ese tiempo, iba mucho a leer o a escribir a la Biblioteca
Nacional, allí conocí a Eugenio Hernández Espinosa un día que estaba
yo escribiendo un poema sobre la ciudad e hicimos empatía de
inmediato, todavía nos vemos y recordamos ese momento. Cuando me
llegó la autorización de salida del país, Eugenio me convenció de no
irme, me presentó a Mirta Aguirre y así entré en este mundo.
"Nunca se me ocurrió que iba a ser actor, no me pasó por la mente
—confiesa—; de joven mi madre me llevaba a ver muchas películas
porque me encantaba el cine. Leía las revistas sobre los artistas y
los veía con agrado, me gustaban Gene Kelly, Fred Astaire, Sinatra,
James Dean y Marlon Brandon, que era mi preferido".
Con esa idílica inspiración, comenzó como aficionado en el
teatro, a finales del 60, en la Primera Brigada de Teatro
Obrero-Campesino. "Me contrataron como asistente de Jesús Hernández,
nos montamos en un camión y salimos a trabajar por los campos,
éramos nueve jóvenes. Después de la brigada pasé dos seminarios de
dramaturgia, el primero lo impartió Mirta Aguirre, dirigido por
Fermín Borges, y el segundo fue el que dio Osvaldo Dragún".
El Premio Nacional de Teatro en el 2005, manifiesta que fue uno
de los más fructíferos de su carrera: "Dragún logró convencer a un
grupo de intelectuales y artistas para que nos diera clase, tuvimos
grandes profesores como Retamar, Carpentier que nos daba Historia de
la Literatura, y María Teresa Linares, que nos enseñaba Apreciación
Musical".
Luego de esta intensa etapa de aprendizaje, una serie de sucesos
encaminaban por buen sendero al otrora joven actor: el premio
—compartido con José Ramón Brene— del Teatro Nacional de Cuba por
Fila de sombras; las brigadas Francisco Covarrubias; la beca de
estudio en Alemania y el grupo Teatro Ocuje con Roberto Blanco.
"Mi etapa de formación con Roberto, en el recién fundado Ocuje,
fue fabulosa. Era un equipo de trabajo fantástico, con mucha energía
interna, tenía compañeros tan queridos como Tito Junco, Omar Valdés,
Miguel Benavides, Daisy Granados y Alfredo Ávila. Hicimos varias
obras, recuerdo María Antonia, de Eugenio Hernández; El
alboroto, de Carlo Goldoni, un clásico que adoro y en el cual
Roberto me dio la oportunidad de ser protagonista.
"Sé que Roberto estaría contento de verme cumplir cincuenta años
de trabajo", expresa con nostalgia para cerrar su década del sesenta
y adentrarse a su incorporación como actor y más adelante director
del Teatro Político Bertolt Brecht, autor que le fascina y con el
cual "chocó" por primera vez en la Brigada Obrera Campesina. En este
Teatro Brecht, Balmaseda se consolida y dirige numerosas obras, la
más significativa, Andoba, hito aún polémico de la escena
nacional. Con el tiempo comienza a trabajar en la TV y
posteriormente en el cine, pero esa es otra historia mucho más
conocida.
Para la TV protagonizó series tan recordadas como Las
aventuras de Juan Quin Quin y En silencio ha tenido que ser.
Igual de prolífera es su trayectoria cinematográfica que comenzó con
el filme Los días del agua, de Manuel Octavio Gómez, una de
sus películas preferidas, según afirma.
Inmerso en varios proyectos de trabajo, el actor que nunca pensó
en actuar, resume: "Estoy muy satisfecho de mi vida, de la cual es
parte fundamental el teatro, siempre digo que soy adicto a los
aplausos y la sensación del aplauso en vivo desde el escenario es lo
que más lo distingue. Ese minuto en que acaba la obra y los aplausos
están sonando, es indescriptible".
Imposible resulta entonces, aunque no fueran sus anhelos,
rememorar el camino de nuestro teatro, cine o TV, sin el rostro de
Mario Balmaseda, quien pretende no darle mucha importancia a los
setenta años que cumple porque no piensa tanto en la edad como en su
carrera, de la cual declara que le ha aportado "felicidad,
realización, descubrimiento y contacto con tantos seres humanos muy
interesantes".