Nunca antes, fuera del lejano 1929, las finanzas habían causado
tantos daños en la economía real, en los trabajadores, en las
familias y en las sociedades. La crisis del 2008, que costó cinco
trillones de dólares zanjar, ha dejado 50 millones de personas sin
trabajo y a cien millones de nuevos pobres en el mundo.
Los resultados de la especulación sobre el Euro están a la vista
de todos y los pensionistas del sur de Europa tienen una opinión
clara de todo esto. La crisis del Euro del 2010 se salda con un
trillón de dólares. Son cantidades sin precedentes en las que los
Estados se han endeudado y que les dejan sin capacidad financiera
para afrontar próximas crisis.
Es evidente que, por alguna razón, antes del gobierno de George
W. Bush, ideólogo del libre mercado, estas crisis nunca se habían
producido en los actuales niveles.
Varios prestigiosos economistas, como Paul Volcker, presidente de
la Reserva Federal de Estados Unidos durante los gobiernos de Jimmy
Carter y Ronald Reagan, querían que se examinaran esas razones y se
volviera al diseño anterior. La gran coral de los sectores
financieros y sus grupos de presión, intentaban que las limitaciones
fueran mínimas, con el argumento de que todo control limita la
innovación y el de-sarrollo.
Los proyectos en marcha en Europa y en Estados Unidos, han tomado
el camino de intentar limitar los excesos, sin enfrentar el sistema.
Habrá mejorías indudables, ya que se eliminan varios de los
mecanismos especulativos que han llevado a la crisis actual. Hasta
1980, especulación era un término negativo. En la década de los 50,
un importante financiero, Lev Baruch, creó un enorme escándalo al
teorizar que un empresario debía ganar 20 veces más que sus
trabajadores. Era una época en que los que no actuaban de manera
clara y transparente estaban señalados. Hubiera sido impensable que
un financiero judío como Bernard Madoff, robara dinero a otros
judíos, entre ellos al premio Nobel de la Paz, Elie Wiesel.
El mundo de las finanzas se basaba en la economía real; la bolsa
en el rendimiento de las empresas, y los bancos en los depósitos de
sus clientes. La desregulación ha puesto en marcha rápidas
generaciones de financieros, que inventaron instrumentos de mayor
riesgo y, por lo tanto, de mayor beneficio. Esto ha creado la
cultura especulativa actual, que ha legitimado el mundo de la
política y de los estados, al aceptar que se eliminen los controles.
Ahora toman la opción más fácil: eliminar los excesos. Pero la
especulación tiene un espacio legitimado en el mundo actual.
Es un hecho singular que sean los operadores de bolsa y no los
representantes elegidos por los ciudadanos en las urnas los que
decidan el destino de millones de personas. Es para defenderse de
ellos que los gobiernos y las instituciones europeas, que han sido
incapaces de controlar la falsificación de los presupuestos griegos,
tengan ahora que emprender una política de ajustes fiscales que va a
cambiar profundamente el cuadro social europeo y el destino de sus
jóvenes.
En otras palabras, los gobiernos no ponen sus cuentas en orden
para el bien de sus ciudadanos, sino para resistir a los
especuladores. De una política de planes de equilibrio y desarrollo
se pasa a una de planes de ajuste estructural que van a pagar las
clases más pobres y dependientes una vez más.
Mientras tanto, a nadie se le ocurre poner límites a las posibles
ganancias, para eliminar la carrera al riesgo más alto y, por ende,
más remunerativo. Un ejemplo sería poner límites modestos, nivelados
con las ganancias de las empresas de la economía real, de lo que las
bolsas puedan ganar o perder en un día de transacciones.
No hay dudas que esto eliminaría muchas ganancias pero ¿de
cuántas personas? Porque los riesgos de estos pocos ciudadanos,
hasta ahora, ¿cuántos miles de personas los están pagando? Es fácil
decirlo: por cada nuevo millonario que se crea hay, según la OECDE,
500 personas que pasan de clase media a pobres.
La carrera entre encontrar nuevos campos de especulación y buscar
reglamentos específicos sobre ellos, es una lucha que tiene como
obvio perdedor al Estado.
Un Estado que, mientras limita los daños de la droga y del humo,
porque afectan a la humanidad, considera legítimo que millones de
personas sean objeto de especuladores.