Dicen
quienes lo han hollado que el suelo en Robben Island es gris, como
sus muros y recuerdos, como la historia de Sudáfrica cuando se habla
de esa isla emplazada frente a Ciudad del Cabo. La cárcel a la que
fueron enviados miles de sudafricanos por oponerse al odioso régimen
racista del apartheid, la misma donde Nelson Mandela pasó recluido
18 años. Allí, huelga decirlo, todos los presos eran negros y todos
los guardias eran blancos. Naturalmente.
Cuentan
también que entre aquellas paredes, sin embargo, el fútbol servía
como vía de escape a los rebeldes, que adoptaron su práctica en
rechazo a los deportes de los carceleros, el rugby y el cricket. Tan
así, que un puñado de ellos promovió en los años sesenta una liga de
fútbol, regida por una federación que tenía sus propias reglas, la
Makana Football Association.
"No había fair play en ese sentido, pero el fútbol nos
mantenía vivos. Nos permitía ilusionarnos con algo y no
deprimirnos", recuerda sobre esa época Tokyo Sexwale, uno de los que
después redactarían la constitución sudafricana en 1994. Otro líder
era Tony Suze, quien pasó más tiempo entre aquellas paredes que en
cualquier otra residencia que haya tenido. "Los carceleros estaban
allí, con sus armas, vigilantes, pero era el único espacio donde nos
sentíamos libres, pues las leyes del juego las poníamos nosotros y
en aquel rectángulo de juego, ellos no existían", rememora.
En Robben Island, Nelson Mandela era el preso número 466 y
ocupaba una reducida celda de solo dos metros de ancho por dos
metros de largo. Estaba aislado. No podía hablar con sus compañeros
ni podía jugar en aquella liga de fútbol que denunciaba el racismo
opresor del poder blanco. No tenía derecho a nada. Desde aquel
espacio minúsculo intentó seguir los partidos, pero los guardias se
lo impidieron tapándolo con una tapia, de color gris, como todo lo
que rodea Robben Island.
Así, pensaron, podrían acabar más fácil con el líder. Pero se
equivocaron, no pudieron destruir al hombre ni menoscabar su
espíritu y Mandela emergió de la prisión más fuerte que antes. No
solo continuó luchando por terminar con la indignidad del apartheid,
sino que aprendió a perdonar a sus torturadores blancos y evitar una
guerra civil nacida del resentimiento. Y desde su encierro descubrió
cómo convertir a Sudáfrica en una democracia multirracial,
concientizando a su vez cómo el deporte, lejos de ser un factor
alienante, posee la capacidad para alentar los mejores valores
humanos.
"El deporte es más poderoso que la política para derribar
barreras raciales", proclamó tras ganar la presidencia en las
elecciones de 1994, las primeras en las que pudo votar toda la
población, y el país entero se volcó. Primero, con los Springboks,
el equipo que conquistó el Mundial de rugby de 1995, pese a que
estos simbolizaban los privilegios de la minoría blanca y en sus
filas solo tenían a un jugador negro, Chester Williams. Luego,
volvió a hacerlo con la selección de fútbol que levantó en 1996 la
Copa Africana de Naciones, cuatro años después de que la comunidad
futbolística mundial readmitiera en su seno a Sudáfrica. De hecho,
el capitán de este último elenco, Neil Tovey, pese a ser blanco, se
convirtió en un auténtico ídolo de la población negra.
Más allá, es cierto también que nada es perfecto y que Sudáfrica
(ni ninguna otra nación del mapamundi) está exenta del racismo, como
tampoco lo está el fútbol. Ya saben, la gente a veces grita muchas
burradas dentro y fuera del campo y en la grada de los estadios no
son ninguna novedad ni los cánticos ni las pancartas
discriminatorias.
Estos exabruptos, sin embargo, no debieran empañar el mérito ni
la esperanza que muchas veces trae aparejado el deporte, y muy
especialmente el fútbol, que en muchos lugares es el pasatiempo de
los desarrapados, de los chicos que juegan con pelotas de trapo en
los polvorientos arrabales de las grandes ciudades, y de la mayoría
pobre que, más allá de los prejuicios, sigue con orgullo a un
equipo, sean los Bafana Bafana o sea cualquier otro. Eso mismo
pudiera evidenciar este primer Mundial que acoge África. Si así
sucediera, nada estaría más cerca de lo soñado por Mandela, el sabio
patriarca que regresó de la espesura gris de Robben Island para
forjar la "nación del arcoiris", un mosaico cultural de mil colores.