El presidente Sarkozy ha abierto un debate público sobre la
identidad gala. Pide a los ciudadanos que escojan cuáles son los
valores que definen qué es ser francés. La finalidad de esta
discusión es fijar el contenido del contrato de integración, que
deben firmar los inmigrantes. Implícitamente se admite que ha
fallado la asimilación de los extranjeros y la razón que se da es la
de que desconocen los símbolos esenciales. El objetivo es ponerle un
candado cultural a la integración.
El debate es un desvarío porque no hay una sola lealtad francesa
ni una única identidad inmigrante. En realidad las identidades son
múltiples y no se imponen, sino que se eligen. Por añadidura, los
valores tienen fecha de caducidad. De hecho, una de las actividades
más rentables de la sociedad de servicios en la que vivimos es la
incesante producción de diferencias culturales.
Francia ha hecho de la igualdad republicana una creencia cuando
en realidad se trata de una exigencia o, mejor, de un resultado.
Porque el fracaso francés no ha sido por déficit de identidad, sino
por carencias en la igualdad efectiva. Unos inmigrantes, en mayor
medida que otros, lo que han experimentado es un cierre social, en
lugar de la promoción de sus hijos. Otra cosa es que nuestros
vecinos se apasionen por hacer carambolas con las palabras en
demérito de la tozudez de los hechos.
Así que el vacío de adhesión no se llena firmando un listado
oficial de valores, sino con oportunidades reales de mejorar la vida
de los inmigrantes y de sus descendientes. Ese bloqueo de la
promoción social es lo que ha dado lugar a que existan grupos de
inmigrantes con grados distintos de repliegues étnicos. Por dar tres
ejemplos: los turcos se han enclaustrado en un extremo, los
argelinos se sitúan en medio y los portugueses en el otro cabo de la
integración.
¿Cómo podemos identificar ese cierre social? Pues en la
escolarización de los niños inmigrantes en colegios sin medios. En
su orientación hacia estudios cortos y profesiones de segunda fila.
En las tasas de pobreza de los ancianos extranjeros, debido a las
flacas cotizaciones, que son el producto de la discriminación
laboral. En la concentración en viviendas, que se hallan enclavadas
en barrios desfavorecidos y segregados. Así, está claro que resulta
difícil emocionarse cantando la Marsellesa.
Los inmigrantes no cuestionan el Estado-Nación, sino el
Estado-Noción. Se sienten frustrados por la escasa igualdad
republicana y los déficit de bienestar.
Por decirlo de otro modo, sus resentimientos identitarios apuntan
hacia las barreras en el ascenso social y el creciente trato racial,
porque las discriminaciones las sufren también los franceses que
tienen la piel de otro color.
Así que el desapego responde a un doble candado social y
cultural. Francia acumula más de un siglo de experiencia como país
de acogida y sabe que más de un 20% de sus habitantes tiene padre o
abuelo inmigrante. La sociedad francesa tiene una historia de
colonización y esclavitud, y un presente mestizo y plural. La
nación, resume Patrick Weil, es una narración. (Tomado de http://www.other-ews.info/noticias/)