La rúbrica de Plácido dotó de identidad poética a Gabriel de la
Concepción Valdés, nacido el 18 de marzo de 1809 en la calle
habanera de Bernaza. Debió llevar los apellidos Ferrer Vázquez, pero
el hijo de un peluquero cuarterón y una trashumante bailarina
española no podía esperar otro destino que ser depositado en el
torniquete de la Casa de Beneficencia donde los vástagos recibían un
Valdés que marcaba su condición humana para siempre. Aunque el padre
lo rescató poco después para confiarlo a la abuela paterna, nunca
dejó de ser un mulato bastardo. Con una prosa humillante y racista,
Pedro José Guiteras, un ilustrado matancero, recordó ese estigma al
reseñar la trayectoria del bardo en su serie periodística Vidas
de poetas cubanos, publicada en la Revista de Cuba, al
considerarlo producto de "una unión tan extraña a nuestras
costumbres" y llamar la atención sobre su afinidad con "personas
ignorantes y de baja clase (... ) gente oscura y envilecida por la
esclavitud".
No es difícil imaginar la sensación de advenedizo en los medios
intelectuales que sintió el joven Gabriel en la medida que se fue
transformando en Plácido, luego de descubrir y comenzar a cultivar
su vocación poética. Aprendiz de tipógrafo en el taller del célebre
Boloña, artesano especializado en conformar peinetas y ornamentos de
carey, ganó en Arroyo Apolo, para sorpresa de muchos, los juegos
florales dedicados en 1834 al versificador español Francisco
Martínez de la Rosa.
No lo es tampoco intuir el drama de un individuo libre en una
sociedad donde la mayoría de los suyos estaba sometida al horrendo
régimen de esclavitud. Cuántos simulacros se vio impelido a
diseñarse para abrirse paso en tertulias y publicaciones, ganar
favores y licencias y tratar de legitimar su verdadera personalidad.
Que Plácido no era grato al poder, lo prueban sus detenciones
previas al proceso de La Escalera: en 1838 siete días por una deuda
sin que previamente se le exigiera el pago; en 1840 en Sagua la
Grande; a principios de 1843 en Santa Clara y más tarde en Trinidad.
Después de que lo involucraran en el macabro proceso de La
Escalera –que como se sabe, se instrumentó bajo el mandado
sangriento de Leopoldo O’Donnell, no porque existiera una
conspiración propiamente dicha, sino como desde muy temprano
advirtiera Vidal Morales, había que imponer el terror a todo lo que
oliera a pensamiento e insumisión, bajo el pretexto de que iba a
reeditarse una noche de San Bartolomé de los negros contra los
blancos—, comenzó a tejerse una leyenda pérfida sobre el poeta,
avivada por el fuego elitista de Domingo del Monte y los de su
círculo y a partir de la vergonzosa manipulación de las actas
procesales de la época. No bastaba con atribuir una supuesta
mediocridad a los versos de Plácido. Había que presentarlo como
chivato.
La más ofensiva descalificación provino nada menos que de Manuel
Sanguily. El 31 de marzo de 1894, molesto por la reivindicación del
poeta por parte, entre otros, de Juan Gualberto Gómez, y por la
manera subrepticia pero eficaz en que algunas de las páginas de
Plácido se transmitían de boca a boca, escribió en Hojas Literarias:
"Decir que el pueblo adora la memoria de su infortunado poeta, no es
una prueba ni de que el poeta lo hubiera sido de su pueblo,
ni de que es legítima la adoración del pueblo por su poeta."
Y luego el 30 de noviembre desde la misma publicación se lanzó a
fondo: "No, yo no soy irrespetuoso ni desobligado con las glorias
legítimas de ningún pueblo, ni menos podría serlo con las nuestras,
que son escasas; pero Plácido no es una gloria verdadera de Cuba.
Haya o no sido el hipócrita contra los blancos, no fue en definitiva
más que un pobre diablo: un poeta sin dignidad; un artesano vicioso;
un desgraciado, un abyecto delator... "
En cuanto a los méritos literarios de Plácido, ya en su tiempo
Francisco Calcagno dijo: "No canta sino a Cuba, y si alguna vez su
fantasía salió de ella, es para cubanizar, por decirlo así, todo lo
que pudo". Y recientemente, con aguda sensatez, el escritor Roberto
Méndez observó: "Plácido es un auténtico poeta, cuya obra aún
dispersa ha resistido el paso del tiempo y no vale el subterfugio de
declararlo simplemente ‘un juglar’ o ‘improvisador’. (¼ ) La
resistencia de Plácido está en la poesía y se manifiesta sobre todo
en tres aspectos esenciales: en la ruptura genérica, en la libertad
del lenguaje y en el desafío a las normas del ‘buen gusto’".
Por lo que respecta a esa insistencia en su criminalización, cada
vez parece más obvio lo siguiente, no solo a la luz de las más
recientes y serias investigaciones, como el ensayo Plácido, el
poeta conspirador, de Daisy Cué, los estudios de época de María
del Carmen Barcia, o las reinterpretaciones artísticas y literarias
de Gerardo Fulleda León y Marta Rojas, sino del análisis de las
dinámicas de las hegemonías coloniales y neocoloniales: el problema
no era Plácido; el problema era lo que, aún sin saberlo y
embrionariamente representaba: la temprana urdimbre de lo que luego
Guillén llamaría color cubano y la emergencia de una identidad
inclusiva, aglutinante, transgresora de compartimentos estancos.
Como la que los cubanos de hoy asumimos, si se me permite un
préstamo lezamiano, como imagen y posibilidad.
| A LA
FATALIDAD Negra deidad que
sin clemencia alguna
De espinas al nacer me circuiste,
Cual fuente clara cuya margen viste
Maguey silvestre y punzadora tuna;
Entre el materno tálamo y la cuna
El férreo muro del honor pusiste;
Y acaso hasta las nubes me subiste,
Por verme descender desde la luna.
Sal de los antros del averno
oscuros,
Sigue oprimiendo mi existir cuitado,
Que si sucumbo a tus decretos duros,
Diré como el ejército cruzado
Exclamó al divisar los rojos muros
De la santa Salem. . . “¡Dios lo ha mandado!”
GABRIEL DE LA CONCEPCIÓN VALDÉS
(PLÁCIDO) |