Muerte y vindicación de Plácido

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

A Plácido quisieron matarlo más de una vez; una real, otras simbólicamente.

Una descarga de fusilería lo derribó el 28 de junio de 1844 ante el cantil de la margen occidental de la bahía. Fue una de las víctimas más prominentes de la llamada Conspiración de la Escalera, nombre con el que se conoce uno de los más siniestros procesos implementados por las autoridades coloniales españolas para purgar mediante el crimen, el destierro y el amedrentamiento no solo las ideas abolicionistas sino el más mínimo disenso contra el poder.

Pero antes y después padeció otros atentados. En vida sufrió marginación y desprecio. Tras su muerte, escarnio y subestimación.

Plácido vivió en una sociedad colonial signada por los horrores de la esclavitud.

La rúbrica de Plácido dotó de identidad poética a Gabriel de la Concepción Valdés, nacido el 18 de marzo de 1809 en la calle habanera de Bernaza. Debió llevar los apellidos Ferrer Vázquez, pero el hijo de un peluquero cuarterón y una trashumante bailarina española no podía esperar otro destino que ser depositado en el torniquete de la Casa de Beneficencia donde los vástagos recibían un Valdés que marcaba su condición humana para siempre. Aunque el padre lo rescató poco después para confiarlo a la abuela paterna, nunca dejó de ser un mulato bastardo. Con una prosa humillante y racista, Pedro José Guiteras, un ilustrado matancero, recordó ese estigma al reseñar la trayectoria del bardo en su serie periodística Vidas de poetas cubanos, publicada en la Revista de Cuba, al considerarlo producto de "una unión tan extraña a nuestras costumbres" y llamar la atención sobre su afinidad con "personas ignorantes y de baja clase (... ) gente oscura y envilecida por la esclavitud".

No es difícil imaginar la sensación de advenedizo en los medios intelectuales que sintió el joven Gabriel en la medida que se fue transformando en Plácido, luego de descubrir y comenzar a cultivar su vocación poética. Aprendiz de tipógrafo en el taller del célebre Boloña, artesano especializado en conformar peinetas y ornamentos de carey, ganó en Arroyo Apolo, para sorpresa de muchos, los juegos florales dedicados en 1834 al versificador español Francisco Martínez de la Rosa.

No lo es tampoco intuir el drama de un individuo libre en una sociedad donde la mayoría de los suyos estaba sometida al horrendo régimen de esclavitud. Cuántos simulacros se vio impelido a diseñarse para abrirse paso en tertulias y publicaciones, ganar favores y licencias y tratar de legitimar su verdadera personalidad.

Que Plácido no era grato al poder, lo prueban sus detenciones previas al proceso de La Escalera: en 1838 siete días por una deuda sin que previamente se le exigiera el pago; en 1840 en Sagua la Grande; a principios de 1843 en Santa Clara y más tarde en Trinidad.

Después de que lo involucraran en el macabro proceso de La Escalera –que como se sabe, se instrumentó bajo el mandado sangriento de Leopoldo O’Donnell, no porque existiera una conspiración propiamente dicha, sino como desde muy temprano advirtiera Vidal Morales, había que imponer el terror a todo lo que oliera a pensamiento e insumisión, bajo el pretexto de que iba a reeditarse una noche de San Bartolomé de los negros contra los blancos—, comenzó a tejerse una leyenda pérfida sobre el poeta, avivada por el fuego elitista de Domingo del Monte y los de su círculo y a partir de la vergonzosa manipulación de las actas procesales de la época. No bastaba con atribuir una supuesta mediocridad a los versos de Plácido. Había que presentarlo como chivato.

La más ofensiva descalificación provino nada menos que de Manuel Sanguily. El 31 de marzo de 1894, molesto por la reivindicación del poeta por parte, entre otros, de Juan Gualberto Gómez, y por la manera subrepticia pero eficaz en que algunas de las páginas de Plácido se transmitían de boca a boca, escribió en Hojas Literarias: "Decir que el pueblo adora la memoria de su infortunado poeta, no es una prueba ni de que el poeta lo hubiera sido de su pueblo, ni de que es legítima la adoración del pueblo por su poeta." Y luego el 30 de noviembre desde la misma publicación se lanzó a fondo: "No, yo no soy irrespetuoso ni desobligado con las glorias legítimas de ningún pueblo, ni menos podría serlo con las nuestras, que son escasas; pero Plácido no es una gloria verdadera de Cuba. Haya o no sido el hipócrita contra los blancos, no fue en definitiva más que un pobre diablo: un poeta sin dignidad; un artesano vicioso; un desgraciado, un abyecto delator... "

En cuanto a los méritos literarios de Plácido, ya en su tiempo Francisco Calcagno dijo: "No canta sino a Cuba, y si alguna vez su fantasía salió de ella, es para cubanizar, por decirlo así, todo lo que pudo". Y recientemente, con aguda sensatez, el escritor Roberto Méndez observó: "Plácido es un auténtico poeta, cuya obra aún dispersa ha resistido el paso del tiempo y no vale el subterfugio de declararlo simplemente ‘un juglar’ o ‘improvisador’. (¼ ) La resistencia de Plácido está en la poesía y se manifiesta sobre todo en tres aspectos esenciales: en la ruptura genérica, en la libertad del lenguaje y en el desafío a las normas del ‘buen gusto’".

Por lo que respecta a esa insistencia en su criminalización, cada vez parece más obvio lo siguiente, no solo a la luz de las más recientes y serias investigaciones, como el ensayo Plácido, el poeta conspirador, de Daisy Cué, los estudios de época de María del Carmen Barcia, o las reinterpretaciones artísticas y literarias de Gerardo Fulleda León y Marta Rojas, sino del análisis de las dinámicas de las hegemonías coloniales y neocoloniales: el problema no era Plácido; el problema era lo que, aún sin saberlo y embrionariamente representaba: la temprana urdimbre de lo que luego Guillén llamaría color cubano y la emergencia de una identidad inclusiva, aglutinante, transgresora de compartimentos estancos. Como la que los cubanos de hoy asumimos, si se me permite un préstamo lezamiano, como imagen y posibilidad.

 A LA FATALIDAD

 Negra deidad que sin clemencia alguna
 De espinas al nacer me circuiste,
 Cual fuente clara cuya margen viste
 Maguey silvestre y punzadora tuna;

 Entre el materno tálamo y la cuna
 El férreo muro del honor pusiste;
 Y acaso hasta las nubes me subiste,
 Por verme descender desde la luna.

 Sal de los antros del averno oscuros,
 Sigue oprimiendo mi existir cuitado,
 Que si sucumbo a tus decretos duros,

 Diré como el ejército cruzado
 Exclamó al divisar los rojos muros
 De la santa Salem. . . “¡Dios lo ha mandado!”

 GABRIEL DE LA CONCEPCIÓN VALDÉS (PLÁCIDO)

 

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