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La seguridad nacional de Estados Unidos es inseguridad mundial
LUIS M. GARCÍA
CUÑARRO, vicepresidente
del Centro de Estudios de Información para la Defensa (CEID)
El pasado 16 de marzo
del 2006, el presidente de Estados Unidos George W. Bush firmó una
nueva versión de la Estrategia de Seguridad Nacional para ese
país. En un vistazo general al documento puede decirse que se trata
de más de lo mismo, en el sentido de la persistencia de la
tradicional retórica sobre el “mesianismo” estadounidense, los “compromisos”
que tiene con el mundo, que nadie ha solicitado, y sobre todo el
lenguaje agresivo que se ha convertido en la médula de este tipo de
pronunciamientos.
Sin embargo, es
conveniente detenerse en el enfoque particular de algunos problemas
que ofrece la administración W. Bush que, aunque no expresan un
cambio radical de su política exterior y militar, si despejan
incertidumbres y con un lenguaje crudamente claro anuncian sus
propósitos inmediatos y mediatos.
En lo estratégico, se
expresan modificaciones en el foco principal de atención de Estados
Unidos. Iraq continúa representando un gran problema para la actual
administración, cuya solución, al menos en cuanto a la presencia
de las tropas ha sido olímpicamente transferida para después del
2008, es decir, al nuevo gobierno que resulte de las elecciones
presidenciales de ese año. Sin embargo, ahora la Estrategia
concentra su atención en Irán. Ese país, según Bush y sus
asesores, está gobernado por una tiranía, alberga terroristas y
financia sus actividades en el exterior. Adicionalmente en Irán se
produce una franca violación de las normas de proliferación en
materia de armas nucleares. Todos esos argumentos, en distintas
etapas, fueron utilizados para argumentar la actual guerra contra
Iraq. Por ello Irán es enemigo principal a partir de ahora.
La administración, en
correspondencia con las correcciones realizadas en el segundo
mandato de Bush, agrega al sobredimensionado problema de la Guerra
contra el Terrorismo el de la “lucha contra las tiranías” y se
ofrece una definición de lo que Estados Unidos entiende como
tiranías: “Combinación de la brutalidad, pobreza, inestabilidad,
corrupción y sufrimiento forjados bajo la regla de déspotas o de
sistemas despóticos”. Aunque necesariamente habrá que volver
sobre el concepto, que puede ser muy bien aplicado al propio
gobierno estadounidense, lo cierto es que estamos ante una nueva
versión del “eje del mal”. Siete países se encuentran bajo el
nuevo estigma imperial: República Popular Democrática de Corea,
Irán, Siria, Cuba, Belarús, Burma y Zimbabwe.
Lo más importante en
este problema no es su definición sino el “paquete” de acciones
que Estados Unidos propone, en el que incluye la aplicación de
sanciones a esos países, el descrédito internacional de sus
gobiernos y pueblos y la subversión política y económica, no solo
por parte de los Estados Unidos y sus aliados cercanos, sino incluso
por organizaciones regionales como la Organización para la
Seguridad y Cooperación en Europa, la Unión Africana y la
Organización de Estados Americanos.
Sobre Afganistán e
Iraq, calificados como las líneas del frente en la Guerra contra el
Terrorismo, el panorama que se reafirma es positivo, en un esfuerzo
claro por presentar avances en los dos proyectos bélicos, que la
práctica diaria se encarga cada día de refutar. Ambas guerras “están
siendo ganadas” a pesar de la anunciada prórroga de la ocupación
masiva en el caso de Iraq, los miles de muertos, heridos y mutilados
que ha sufrido la coalición liderada por Estados Unidos y la
creciente resistencia interna en esos dos países.
La Estrategia actualiza
la visión sobre los llamados “conflictos regionales” y la
manera en que Estados Unidos actuará en el futuro en relación con
ellos. Aunque estamos acostumbrados a desplantes imperiales, en esta
oportunidad asistimos a la definición clara y tajante de la “intervención
en los conflictos”. Según el término empleado, se ratifica la
voluntad estadounidense de continuar en esa actitud agresiva e
injerencista, pero se explica que ello se logrará, en esencia, con
la colaboración de la Organización del Tratado del Atlántico
Norte (OTAN), esquema que ha sido empleado en Afganistán e Iraq.
Nótese que se involucra a la OTAN y no a la Unión Europea, hecho
que confirma varios elementos: la OTAN se consolida como instrumento
agresivo de Estados Unidos, más allá de sus fronteras, y su peso
en las llamadas “relaciones transatlánticas” inclina la balanza
nuevamente hacia Washington.
La Estrategia de
Seguridad Nacional del 2006, como no había ocurrido en otro
documento similar anterior, dedica un amplio espacio a emitir
juicios y transmitir veladas amenazas a la República Popular China.
La supuesta expansión militar de China así como la ampliación
creciente de su comercio son aspectos que Estados Unidos magnifica y
pone en tela de juicio. De la misma manera, la política interna del
gigante asiático es sometida al esquema tradicional estadounidense
de los derechos humanos, la libertad y la democracia. Se trata de un
ejercicio inadmisible de injerencia en los asuntos internos del
gigante país de Asia.
Ello forma parte del “expediente”
acumulado contra China que, sin lugar a dudas es el rival que hoy
debe enfrentar Estados Unidos, a partir del estrecho y demencial
foco del “liderazgo mundial”. Nuevamente Estados Unidos trata de
dictar pautas de conductas a gobiernos y pueblos.
Por último, llama
poderosamente la atención la ratificación de una tendencia que
podemos encontrar desde hacia varias décadas en el pensamiento
estratégico en Estados Unidos y en su accionar de política
exterior: la “diversificación e incremento de las amenazas a la
nación norteamericana”. El nuevo texto firmado por Bush ratifica
que el espectro de amenazas actual y previsible a la seguridad
nacional estadounidense, crece sin cesar, al punto de que casi todo
resulta amenaza y proviene de casi cualquier parte.
Es una contradicción,
en cierto sentido aparente, que mientras Estados Unidos trata de
presentarse como el gran campeón y líder de las principales
cruzadas mundiales su visión de inseguridad aumenta. En ello hay
dos razones principales que provocan que dicha contradicción sea
aparente: de un lado los pueblos del mundo han identificado
claramente su enemigo o en algunos casos su adversario, y plantean
desafíos a su hegemonismo; del otro, las amenazas crecientes
resultan necesarias para el gobierno de W. Bush con el fin de evitar
el “gran vacío” de enemigos, que caracterizó a los primeros
años después del derrumbe del socialismo en Europa y la
desaparición de la URSS. Sin amenazas reales o ficticias, sobre
todo globales y letales, no es posible construir el imperio de la
fuerza al cual hoy se dedica el esfuerzo ingente de la elite
gobernante en Estados Unidos.
Por último, el
presidente de los Estados Unidos, George W. Bush declara que su
patrón elegido es igual al seguido por los ex presidentes Harry
Truman y Ronald Reagan. El primero de ellos, artífice de la
doctrina de la “contención del comunismo” y responsable
material de los bombardeos atómicos en Hiroshima y Nagasaki en
1945; el segundo, conocido guerrerista que exacerbó al grado
superlativo el uso de la fuerza militar para alcanzar los intereses
de dominación mundial de la elite gobernante en Estados Unidos.
Los paradigmas de W.
Bush lo conducen por caminos insospechados de agresividad e
injerencia, pero que son también caminos inciertos, llenos de
escollos, cada vez más difíciles para Estados Unidos y que
conducen a un mundo más inseguro que el actual, pero al que ni
Truman ni Reagan, pudieron dominar. |