El último tren

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT

Mientras la comedia chilena Sexo con amor triunfa en los cines, llega a las pantallas desde este jueves (Acapulco, Lido, Alameda, XI Festival) un filme que no correrá menos suerte en cuanto al favor del espectador, la uruguaya (con la colaboración de España y Argentina) El último tren, de Diego Arsuaga.

Aunque la historia no reconstruye un caso real específico, sí se basa en acontecimientos y personajes de los cuales se alimentaron el director y sus guionistas para darle vida a una trama que la mayor parte de su hora y treinta tres minutos transcurre sobre una locomotora del siglo XIX. Una reliquia que un estudio de Hollywood pretende comprar (comprar, ni siquiera alquilar) para filmar una millonaria película, por supuesto que en Hollywood.

Cosas de la globalización, dirían algunos, pero sin duda un intento de despojo cultural frente al cual tres viejos amigos se unen bajo una consigna rotunda: "El patrimonio no se vende". Y una buena noche, del local donde se encuentra, sale disparada la antigüedad rodante en un audaz secuestro llevado a cabo por los ancianos. Ellos son interpretados por tres pesos pesados del cine argentino: Federico Luppi, Héctor Alterio y Pepe Soriano, magistral este último en su papel de ochentón que en medio de la fuga, a lo largo de cientos de kilómetros, se las tiene que ver con los desvaríos de su mente.

Aunque el director de El último tren no vaciló en calificarlo de "especie" de western, su cinta clasifica más en un clásico road movie sobre rieles. Es cierto que las persecuciones y peligros a los que deben enfrentarse "los viejitos" acarrean los aires de un viejo Oeste, pero el acoso por parte de una policía corrupta aupada por un empresario dispuesto a vender hasta su alma, da pie, fundamentalmente, para adentrarse en una problemática contemporánea vinculada a una escala de valores morales y sociales en franco derrumbe (No por gusto la mano como coguionista de Fernando León de Aranoa, el director de la formidable Los lunes al sol, está aquí presente).

"El Uruguay donde el futuro pasó", dice uno de los protagonistas y la frase encierra una larga reflexión sobre la vida, salpicada de los omnipresentes tonos de nostalgias tan de la predilección de la cinematografía del cono Sur. Una emotividad desde la que se despliega un inconformismo frente a los nuevos tiempos dominados por la corrupción y el poder avasallador del dinero. Sin olvidar temas tan humanos como las huellas que dejan el paso del tiempo o los amores verdaderos.

Todo lo anterior, matizado en una cinta con ocurrencias humorísticas bien engarzadas a la trama y que sin ser perfecta resulta muy amena, desde la proyección de estos tres hombres sin pelos en la lengua, que siempre fueron y siguen siendo unos rebeldes y que al apoderarse de la locomotora 33 están significando un símbolo esencial frente a componentes de una generación devoradora: el de la cultura.

 

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