«Cuando José Rodríguez Feo se separó de Orígenes y la revista perdió su apoyo financiero, el Director de Cultura del gobierno batistiano me propuso sufragar la publicación. Prometiendo no inmiscuirse en su política editorial, sí exigía, como condición, que la revista apareciese como órgano de la Dirección de Cultura. Yo me negué. Y sabía que con esa negativa cerraba a Orígenes su última puerta, pues yo ni ninguno de mis colaboradores disponía de dinero suficiente para costearla. Preferí verla morir que manchada por el dinero fruto del latrocinio y la sangre».
Así lo anotaba en su diario José Lezama Lima (La Habana, 19 de diciembre de 1910–9 de agosto de 1976). Luego de más de una década de existencia, la revista llegaba a su fin, no sin antes dejar una huella profunda en la cultura nacional, por lo publicado en sus páginas, y por el potencial intelectual que a su alrededor había nucleado.
Era la de Lezama una decisión ética, justo como aquella otra de su juventud, cuando, en una conferencia de la Asociación de Estudiantes de Derecho, se levantó de su asiento y gritó: «¿Cómo puedo quedarme a escuchar al hombre que dio un baile en su casa el mismo día de la muerte de Mella?»; era la señal convenida para que todos salieran del local.
Son estampas quizá menos conocidas de un hombre cuyo mito se forjó aún en vida y que no ha hecho sino acrecentarse. Hace 115 años nació, según le dijo a Fina García Marruz, «el día en que fundaron el mundo»; porque no le temía a cierta grandilocuencia cuyas fronteras con un cubanísimo humor parecían, más que difusas, inexistentes. Fiel en sus cariños, sus antipatías podían ser temibles y tajantes.
En la creación era, sin embargo, humilde: «todos los días hay que hacer una poquedad escrituraria»; y desde esa resistencia, en su hogar de Trocadero No. 162, donde parecía estar el universo todo en libros, asediado por el asma, forjó la monumentalidad de su obra poética, narrativa, ensayística…
Barroco, ambicioso en el tratamiento del lenguaje y en las referencias culturales que filtraba en sus textos, algo muy simple se percibe, no obstante, en la esencia de su ideología creadora: la búsqueda de la poesía, que es «el manantial dentro del mar, el agua diferenciándose del agua», y que, al final, define la trascendencia de la especie humana: «Creían que solo lográbamos ser fijas gárgolas de piedra y resulta que podemos volar, soltar amarras, confundirnos quiropterológicamente con otras criaturas del atardecer, expandirnos, contraernos y después volver enfriados ya a la arquitectónica regularidad del aire».
Virgilio López Lemus, profundo estudioso de su obra, ha comentado a Granma: «Lezama Lima impone una lectura sistemática y conocedora, una inmersión en él, para nada fácil. Abre sus páginas escritas a una aprehensión fabulosa, más que a la simple contradicción entre el entiendo/no lo entiendo.
«Creo que existen “poetas de poetas”, y Lezama es uno de ellos. Como él decía, hay el día y la noche, claridad y oscuridad; hay el texto para ser asimilado por la entera comprensión y lo hay para ganar esa asimilación por medio de la aprehensión y el fogonazo de lo misterioso. Hay que acumular lecturas de fuentes para lograr asimilarlo con la dignidad que su magnitud artística merece».
Admirador ferviente de Martí –«ese es un tema que se nos escapa entre las manos como un pez aceitado: Martí es un misterio que nos acompaña»–; aquel que profesaba una religiosidad particular (todo poeta cree); el maestro del curso délfico; el «peregrino inmóvil», que temía a los viajes como a los hospitales; el que comprendió lo que era el latido de la ausencia con la muerte del muy joven padre y, décadas después, con la de su madre, pilar esencial: Lezama es un cosmos.
Y su vitalidad y significado sobrevivió, se impuso a las incomprensiones y el consecuente ostracismo que desató la publicación de Paradiso. Paradójicamente, con aquella novela se sedimentaría la valoración de su sitio dentro de las letras universales.
Vale para justipreciarlo, un fragmento de ese libro, el discurso de Rialta, la madre de José Cemí: «No rehúses el peligro, pero intenta siempre lo más difícil (…) cuando el hombre, a través de sus días, ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro, aunque su existencia haya sido silenciosa, aunque la sucesión de su oleaje haya sido manso, sabe que ese día que le ha sido asignado para transfigurarse, verá, no los peces dentro del fluir, lunarejos en la movilidad, sino los peces en la canasta estelar de la eternidad».










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