Nació en el Cerro habanero, en noviembre de 1936; era extrovertida, y le gustaba muchísimo cantar y recitar. En la adolescencia había descubierto, gracias al teatro aficionado de la escuela, que lo que quería hacer en la vida era actuar.
Pero esa resolución fue escandalosa en su casa: «¡La niña metida a artista!». Los prejuicios de la época, que suponían ese como un camino disoluto, hicieron que Miriam Learra Roig terminara por convertirse en optometrista, como su padre, y ejerciera la profesión.
No obstante, a inicios de la década de los 60 del siglo pasado, ya estaba casada con su primer esposo, Octavio Cortázar, entonces un joven cineasta, y le contó de su deseo de hacer teatro. Así empezó, bajo la tutela de Julio Mata en la sala Las Máscaras, y luego con Rubén Vigón en la sala Arlequín.
Después, por intermedio del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, ella y Octavio estudiaron en Checoslovaquia en sus respectivas disciplinas. En 1966, Miriam se graduó de actuación y dirección en la Academia de Artes Escénicas de Praga.
A su regreso, se integró al colectivo de Teatro Estudio; a él y a la compañía Hubert de Blanck, separada de esa misma agrupación, les dedicó 45 años de su carrera; y durante tres, incluso dirigió esta última.
Allí trabajó bajo la égida de Raquel Revuelta, y de quien fuera una de sus maestras esenciales, Berta Martínez; así como junto a Abelardo Estorino, y Marta Valdés, asesora musical, además de otros grandes nombres de la escena cubana.
Su talento sobre las tablas, cuya versatilidad destacaron los críticos –lo mismo para enfrentar la comicidad que el drama– lo desplegó en obras como Doña Rosita la soltera, Bodas de sangre, Morir del cuento, Las Leandras y El cartero de Neruda.
También incursionó en el cine, en películas como Un día de noviembre, de Humberto Solás; El Brigadista, de Octavio Cortázar; Aquella larga noche, de Enrique Pineda Barnet; y Mambí, de Teodoro y Santiago Ríos.
No obstante, el público cubano la recuerda con especial gratitud por su trabajo en televisión, sobre todo en las telenovelas. Su melodiosa voz y elegante presencia en pantalla destacaron en producciones como Sin perder la ternura, Las honradas, El año que viene, Entre mamparas y Tierra brava.
Miriam no hacía diferencia entre esos medios: «Considero que lo que varía es la intensidad de la proyección escénica y vocal. No trabajo para la cámara, soy miope, por lo que me concentro en la situación y en mi tarea escénica». Se consideraba una actriz intuitiva, que atendía a dos elementos fundamentales, la memoria emotiva y la cadena de acciones físicas.
«Siempre he partido de tomar toda la información posible sobre el personaje que aparece en el texto, pero no me amarro a hacer las cosas según una planificación preestablecida, me gusta ser espontánea», confesaba; y a los jóvenes actores les recomendaba leer y nutrirse de todas las artes.
A la par de la actuación, Learra también ejerció, aunque en periodos cortos, la docencia en la Escuela Nacional de Arte, y presidió la sección de actores de la Uneac. Por sus aportes, mereció la Distinción por la Cultura Nacional, y diversos premios por sus interpretaciones, entre ellos el de Mejor actuación femenina del Festival de Teatro de Sitges, en Barcelona, por Morir del cuento.
Se consideraba a sí misma hiperquinética, y situaba entre sus pasatiempos, además de la lectura y ver cine, ir a la playa, hacer ejercicios y jugar dominó. No son detalles menores, hablan de la sencillez de una mujer que superó dolores personales –como la pérdida de ocho embarazos–, que trabajó con los más grandes y fue ella misma figura cimera de la escena cubana, y que, sobre todo, supo ganarse el respeto de los espectadores cubanos, en cuya memoria su rostro aparece, y aparecerá, entre los buenos recuerdos.












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