
El himno nacional, primer episodio de Black Mirror (Channel Four/Netflix, 2011–2025), representa un lúcido análisis sobre los mecanismos, dinámicas y poder de los medios de comunicación en la actual fase del capitalismo, la era del teléfono inteligente y las plataformas sociales. Así, desde su capítulo inicial, la serie muestra sus credenciales.
En la pluralidad de conceptos manejados en la obra son recurrentes tanto la progresiva erosión de las libertades del ciudadano occidental de la actualidad, como la soledad y la carencia afectiva de personas que no parecen estar dispuestas del todo, en el plano emocional, a seguirle la carrera al avance del nuevo planeta digital.
Conformada sobre la estructura de episodios unitarios (o sea, su línea argumental comienza y termina en el propio capítulo), se trata de una serie que depende de la consistencia y estabilidad cualitativa de los respectivos guiones. Desafortunadamente, ello oscila sobremanera.
Este es el mal de fondo de un material cuya apreciación puede arrojar la ambivalente conclusión de que se acaba de ver un capítulo que es casi una obra de arte en su género (Tu historia completa, Ahora mismo vuelvo, San Junipero), y aparece detrás otro que resulta tautológico, cansino, inerte, superficial (Black Museum, Cabeza de metal, La ciencia de matar).
A lo anterior se suma que a algunos episodios nos les sienta demasiado bien ni el cinismo ni el pesimismo, quizá extralimitados, que coartan las potenciales claraboyas redentoras de la teleserie: ya visto desde la perspectiva general de sus (hasta hoy) seis temporadas.
Pero, incluso lastrada a causa de tales inconvenientes, resulta imprescindible ver Black Mirror: por sus destellos de genialidad; por su forma de analizar un momento de la historia social que es un periodo de transformaciones de diversa índole; por su notable influencia en muchos trabajos posteriores del cine y la televisión.
También, por la maestría en la generación de suspenso a partir de su trabajo con la dosificación informativa, puntos de vista de la narración, giros y resoluciones. E igual, por su carácter premonitorio. No será el Julio Verne de nuestros días, pero ha marcado su huella.
Desde el plano técnico, a la serie –que transmite la Televisión Cubana– la asiste, casi de principio a fin, un donaire visual que llega a identificarla. Y su diseño de producción raya la exquisitez.
Es un audiovisual sobre el que han impartido seminarios, cursos, e incluso han sido escrito libros. El ensayo Sociedad pantalla: Black Mirror y la tecnodependencia explora sus temas: «el lugar preponderante de los talent show en la sociedad actual, la experimentación con la mente humana, la televisación del castigo como entretenimiento, el espectáculo como centro de la política, la vigilancia informática, las redes sociales en tanto espacio para la expresión del odio y la impunidad del anonimato virtual, entre otros».
Con puesto fijo en las listas de series imprescindibles, venerada por muchos, tratada a distancia por otros, Black Mirror –más allá de su irregularidad en tanto producto final, o de que podamos compartir o no las lecturas de su showrunner, Charlie Brooker, sobre este tiempo de cambio en la humanidad–, es una pieza que precisa consultarse, interpretarse, y volverse a repasar cada vez que sea posible.
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