ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Cuando Eleanor fue enterrada junto a su nombre, en una ceremonia a la que nadie asistió, se cerraba con ello uno de los ciclos de soledad más desgarradores de los que se ha dejado testimonio. Era ficticia aquella realidad sobrecogedora. En no poca medida, contribuyó a ello el hecho de que el padre Mackenzie, quien ofició el sermón, tampoco tuvo esta vez la oportunidad de salvar a alguien.

¿Alguna vez lo hacen? La soledad es ese estado de cosas que sobrecoge más al que la narra que al que la carga. Inmerso en el aislamiento físico o subjetivo, rara vez se vive con la misma intensidad con que se le teme, al testimoniarlo en otro. Tal vez por eso, la canción de McCartney resuena tanto en tantos.

Quizá esa sea la razón última de Stalker, el filme de Andrei Tarkovsky, en el que tres (cuatro) seres humanos juegan a compartir sus soledades camino al palacio de los deseos, o de los fracasos. La gran parábola para darse cuenta de que la soledad que se narra no se comparte, y en el fondo, a cada uno le ha sido vedado el consuelo. El cine estadounidense es incapaz de un filme como ese.

Obsesionados con contar una historia, se pierden cuando se trata de la gran historia humana. Esa que llevamos dentro en cada uno de nosotros, y que creemos que nos salva o nos condena, cuando en realidad no hay nadie para juzgarnos.

Hay un vacío terrible en querer llenar ese que se despliega detrás de los grandes efectos, las escenas llenas de acción, mientras nos creemos que lo épico se reduce a salvar al soldado Ryan. Salvar al común es salvar a todos. Pero si la idea es buena, la obsesión de, ineludiblemente, contar una historia, la pierde por la necesidad de supeditar la fábula a ganarse el favor del público a través de bombas, explosiones y grandes puestas en escenas. Al menos en aquel entonces aún había un remedo de interés en las grandes narraciones. Ya esa puerta la han cerrado los dueños de las llaves. Demasiado peligroso.

Lo más cerca que estuvo el cine de Hollywood de Stalker fue con La última tentación de Cristo, un Scorsese aún joven, empeñado en hallar las claves del engaño, tornado en una épica de la condición humana. Casi lo logra. Pero hay una tesitura distinta en la película soviética, empezando por actuaciones en la que el método se despliega en su naturaleza original, ajena a lo artificioso, y, sin embargo, teatral. En el umbral del destino, para el que han arriesgado las últimas fuerzas que les quedan, el escritor, el científico y el stalker luchan, entre sí, buscando sentido al empeño. En esos grandes puentes inconscientes entre obras separadas por el tiempo y las intenciones, el literato se pone sobre la cabeza una corona de espinos en una habitación donde han raspado una cruz en una pared desvencijada, para decirle al guía que se niega a perdonarlo.

Contrario a la lectura interesada que quiere reducir la obra a un manifiesto anticomunista, el filme es algo más grande que las estrechas agendas interesadas de algunos. En el fondo de soliloquios memorables, hay joyas como aquella puesta en boca del científico, quien dice «que hay algún principio que impide hacer algo que sea irreversible». Tales búsquedas son imposibles hoy en un cine anglosajón, incluso en aquel que posa de profundo.

Y el personaje del escritor en Stalker nos dice que «se puede desear dinero, mujer, venganza, que a tu jefe le pasen por arriba, pero dominación mundial, sociedad justa, el paraíso en la tierra, esos no son deseos, eso son ideologías, acción, conceptos». Y es precisamente a los primeros a los que apunta la industria hegemónica del cine; en los segundos, que van más allá de los sentidos primarios, descansa el peligro y la salvación.

Más allá de Eleanor Rigby, que renunció a ser feliz haciendo de la lástima amores eternos, y los pagó con el invierno; más allá del padre Mackenzie, que no sabe para quién habla; más allá de lo común, hay, en la lectura imposible de Stalker, un apuntar siempre a la redención humana.

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