Las variaciones de El Pacto pudieran ser infinitas, tantas como surjan de la imaginación del guionista Pete McTighe, cuya única camisa de fuerza consiste en modelar conflictos en los que secretos y silencios dictan conductas humanas extremas.
De una a otra temporada de la miniserie británica que acaba de transmitir Multivisión, el hilo conductor no apunta a sucesión argumental alguna, ni a cuestionar o validar principios éticos. Ni siquiera a desarrollar enigmas policiales complejos, de esos que mantienen en vilo a la teleaudiencia.
El Pacto, en una u otra versión de las que se han realizado hasta ahora, se reduce a una carrera de resistencia entre personas afines que ocultan verdades y la ruptura de los muros de contención que impiden que la realidad se abra paso en la trama.
La primera temporada posee ribetes mucho más anclados en circunstancias sociales, todo en medio de una atmósfera proporcionada por la fría tierra galesa y sus comunidades. El heredero de una fábrica de cerveza rompe con la tradición patronal y maltrata, de hecho y palabra, a trabajadores por largos años vinculados al emprendimiento fabril. Cuatro mujeres pretenden darle una lección y lo abandonan, atado en estado de ebriedad y sicodelia, en un páramo. No calcularon que al regresar, horas después, a ver cómo le ha ido al déspota jefe Jack Evans, lo encontrarían muerto.
A partir de ese momento, las cuatro mujeres sufren el peso de la culpa y transmiten al espectador dudas acerca de quién podría haber consumado el homicidio. La policía presiona; el marido de una de ellas, detective del cuerpo policial, sospecha de su mujer y trata de hallar argumentos para exonerarla. La tensión dramática crece al máximo, en buena medida por la intensidad de las actuaciones de Laura Fraser (Anna) y Julie Hesmondhalgh (Nancy), que, involuntariamente, paga los platos rotos para salvar la imperdonable voltereta del guion en la búsqueda de un asesino.
La segunda temporada es mucho menos consistente por los imprevistos giros de una trama que avanza por meandros oscuros. El espectador, de entrada no entiende por qué en la selección del elenco la actriz que en la primera temporada ejerce con mano dura la investigación criminal, ahora aparezca como una perturbada trabajadora social que se roba las mieles (y el acíbar) del argumento. Nadie duda de que Rakie Ayola es una actriz de suficientes y probados recursos, pero introduce un elemento distractivo que no viene al caso.
Es un asunto muy serio el que trata esta temporada: el secuestro de niños, para conformar núcleos familiares frágiles y enfermos. «Esto no es una familia, es una secta», dice con razón la supuesta hija de la protagonista. No había necesidad de que apareciera de manera recurrente, como un fantasma shakesperiano, la víctima del homicidio. Tampoco que la trabajadora social se despeñara en gesto grandilocuente a un abismo. La familia no es solo disfuncional, sino que también la misma intriga policial y la excesiva acumulación reiterativa de detalles hacen previsible el desenlace.










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