De las tantas series producidas para exaltar, denostar, radiografiar o poner en su justo lugar lo que se cuece en el interior de la Casa Blanca, una de las más desganadas ancló en las pantallas domésticas cubanas, en un espacio que, domingo tras domingo, engancha a los telespectadores interesados en conocer, penetrar, polemizar y extraer lecciones acerca de los hegemonismos militares, ideológicos y culturales puestos en juego en la era contemporánea. Pues de eso va Alto impacto, el segmento nocturno dominical de Multivisión, introducido por el colega Jorge Legañoa, y no por el costado de la irremediable insulsez, como sucedió con First Lady.
El problema no reside en los méritos, nunca deméritos, de las esposas de tres presidentes de Estados Unidos, ni en la muy plausible intención de dotar de un enfoque feminista el reflejo de trayectorias en cierto sentido opacadas por el protagonismo de quienes ejercieron en tres momentos diferentes el mandato en el imperio mundial del siglo XX, sino en la falta de organicidad y de la más mínima interconexión entre las protagonistas.
Al creador y desarrollador del proyecto, Aaron Cooley, se le ocurrió en un inicio, un material que sirviera de soporte a una ascensión presidencial que nunca fue: Hillary Clinton, derrotada por Donald Trump. Al ver el desempeño de este y su esposa, Cooley decidió presentar a la empresa Showtime la idea de hilvanar, en una sola serie, parte de las vidas –antes, durante y después de pasar por la Casa Blanca– de las cónyuges de Franklin D. Roosevelt (Eleanor), Gerald Ford (Betty) y Barack Obama (Michelle).
Distanciada en el tiempo, y en una época en la que ser independiente, tener voz propia y no renunciar a una preferencia sexual condenada, pero que supo mantener a raya de la opinión pública, Eleanor lleva ventaja sobre las demás. Betty es la clásica paracaidista; primera dama por carambola, como lo fue su marido al suplir a Nixon, tras la debacle de Watergate, y sin la sombra de Spiro Agnew, quien dimitió a la vicepresidencia por haber recibido sobornos. Vale la honestidad de Betty, al ventilar públicamente su adicción al alcohol y los fármacos y punto, porque la creación de una red de centros de rehabilitación se inscribe más en la caridad que en el servicio social. Por su parte, Michelle está demasiado cercana en el tiempo como para ser evaluada; carisma, compromiso con las comunidades discriminadas y un feminismo al parecer consecuente son puntos a favor para nada definitivos cuando se trata de una carrera política lejos de concluir.
Ante bloques de arrancada tan desiguales, la producción, Cooley y una realizadora que olvidó su talento y solo apeló a la medianía de su oficio, la danesa Susanne Bier, echaron mano a los saltos de una burda línea cronológica para ubicar a los telespectadores, a una arbitraria selección de hitos biográficos de las protagonistas, y al llamado a famosas como si por sí mismas fueran capaces de sacar adelante a sus personajes.
La Eleanor de Gillian Anderson es pura caricatura; la Betty de Michelle Pfeiffer funcionaría en la ficción, de no ser el retrato de un personaje público y real; y la Michelle de Viola Davis se reduce a mohines. Ni hablar de los presidentes, de menos a mucho menos entre Kiefer Sutherland (Roosevelt), Aaron Eckhart (Ford) y OT Fagbenle (Obama). Diez episodios, cinco noches de domingo perdidas, cero impacto.
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